Barbara Probst Solomon posa con el Premio Francisco Cerecedo

Discurso de Barbara Probst Solomon en la entrega de la XXV Edición del Premio Francisco Cerecedo

Me siento muy honrada de estar aquí esta noche para recibir el 25 Premio Francisco Cerecedo, que otorga la Asociación de Periodistas Europeos de España. Me siento doblemente honrada, y así se lo quiero agradecer de manera especial a SS. AA. RR. Los Príncipes de Asturias, Don Felipe y Doña Letizia, por su gentil presencia, y a los miembros del jurado y al Banco Bilbao Vizcaya Argentaria, que generosamente respalda este premio. Aunque el fallo del jurado fue anunciado en junio, todos sabemos que soy la primera estadounidense que recibe este galardón, y que la celebración de esta noche se produce justo después de la victoria del presidente electo Barack Obama. Hay algunos momentos definitorios cuyos ecos resuenan mucho más allá de las fronteras de un país. La elección del primer presidente afroamericano en Estados Unidos, después de cientos de años de trágicas luchas no exentas sin embargo de esperanza, es histórica y, como me dijo un amigo español, para gran alegría mía, «sentimos que la victoria también nos pertenece a nosotros». Esperemos que este sea el inicio de una etapa de un mejor entendimiento transatlántico. Dentro de mí, este momento está al mismo nivel que el final de la Segunda Guerra Mundial; entonces yo era una niña entre las miles de personas que se arremolinaban en Times Square, y tomé una decisión que cambiaría mi destino: saltarme la facultad y viajar a Europa a experimentar lo que imaginaba que sería la posguerra. Está también el momento en que España comenzó a recorrer su camino hacia la democracia, que yo tuve el privilegio de vivir con muchos de los periodistas que están aquí esta noche.

La prensa española¸ como solía señalar en mis escritos de aquella época, desempeñó un papel extraordinario en los primeros momentos de la Transición. En esos ocho primeros meses de incertidumbre posteriores a la muerte de Franco en noviembre, en ese vacío en el que muchos de los protagonistas de lo que sería la democracia española estaban todavía en la cárcel y los nuevos partidos políticos no eran todavía totalmente legales, los periódicos y semanarios, en una conjunción sorprendente, ofrecían las noticias valerosamente, sin censuras de ningún tipo. Todos recordamos las columnas semanales de Juan Tomás de Salas en Cambio 16, en las que explicaba la naturaleza de los nuevos partidos políticos a un país que se había pasado cuarenta años sin elecciones. En mayo, finalmente, las prensas de El País estaban listas y funcionando y, cuando llegó el mes de julio, estábamos asistiendo al surgimiento de una España democrática nueva y bisoña, con la ayuda de una monarquía constitucional ilustrada.

Por aquel entonces, y aunque yo tengo tendencia al optimismo, habría sido imposible imaginar que en el año 2008 periodistas y estudiantes españoles estarían cogiendo aviones a Estados Unidos para ayudar a conseguir el voto para nuestro primer presidente afroamericano, y que éste obtendría una victoria aplastante. Sin embargo, nosotros, los periodistas, tenemos la obligación de atravesar la maleza de clichés y lugares comunes y seguir planteándonos las preguntas que podrían haber hecho un poco más fácil imaginar ese futuro. ¿Era necesario el asombro del mundo por la transformación de España en una vibrante democracia? ¿Estaban allí los signos fundamentales, pero no fueron reflejados en la prensa extranjera? ¿Había combatido Estados Unidos contra el racismo más de lo que Europa estaba dispuesta a admitir? Otras de mis objeciones menores tienen que ver con el hecho, evidente, de que un futuro saludable debe dar cabida a muchas más mujeres periodistas, a que muchas más mujeres escriban sobre asuntos internacionales a ambos lados del Atlántico. Dicho sea sin rodeos: las escritoras están infrarrepresentadas en el nivel más alto del periodismo y el discurso intelectual.

Claro que en mi cabeza también está entremezclada la compleja geografía que me es propia, en la que figuran Nueva York, mi ciudad natal, París, la ciudad en la que me hice adulta en una minicultura de estudiantes españoles exiliados, y Madrid, la ciudad de mi corazón. Siempre he tenido muy presente lo que el alter ego de James Joyce, Stephen Dedalus, escribió en la solapa de su libro de geografía: «Stephen Dedalus, Clases de Nociones, Clongowes Wood College, Sallins, condado de Kildare, Irlanda, Europa, El Mundo, El Universo». Para mí ese universo comenzó en un café de París en 1948. Cuando escuché las conversaciones –en español y francés– de Paco Benet, en cuya revista de resistencia Península apareció el primer cuento publicado por su hermano Juan, con el socialista catalán Josep Pallach, su mujer Teresa Juvé y Pepe Martínez, que formaría más tarde la editorial en el exilio Ruedo Ibérico, supe que acababa de entrar en un universo moral de primera categoría.

Paco Benet y sus amigos querían traspasar el aislamiento cultural de una España desesperada y, en la medida de sus posibilidades, desde sus pequeñas revistas, enviaban a España noticias de un mundo de miras más amplias. Paco quería que las generaciones posteriores supiesen que su generación no se había quedado simplemente cruzada de brazos. A instancias suyas escribí, en una fría habitación sin calefacción, mi primer artículo periodístico. Escribí sobre un nuevo actor llamado Marlon Brando y sobre los experimentos del Actor’s Studio. En mi cabeza lo oía en inglés, lo escribí en francés y Paco lo tradujo al español. A continuación, los ejemplares de Península se introdujeron clandestinamente en España. Los escritores nunca saben dónde pueden reaparecer sus palabras. Un director de teatro al que conocí años después, tras la muerte de Franco, me dijo que había leído ese artículo en la cárcel; aquel fue su primer contacto con el teatro estadounidense posterior a la guerra. El mundo actual de Internet, televisión por cable y Blackberries está a años luz de aquel pasar clandestinamente minúsculas revistas por los Pirineos y de que te lean principalmente en la cárcel, pero allí, en el principio, estaban Paco, Pepe, Pallach, Teresa y Juan Benet: ellos me educaron como escritora y este premio, en mi corazón, también es para ellos.

Debo tanto a España… A menudo pienso en cuánto más pobre habría sido mi vida si no hubiese tenido a la Península Ibérica. Según James Joyce, el lugar de origen y la autenticidad de las raíces no debían ser un refuerzo para nacionalismos anquilosantes, sino un trampolín para el humanismo de lo universal. Tal y como yo lo veo, el lugar de nacimiento no es ni un indicativo de virtud moral ni un indicativo de deficiencia moral; me gustaría pensar que cuando Gertrude Stein, Picasso y André Breton se sentaban a comer juntos no andaban ondeándose banderas unos a otros –su vínculo era el arte– y, desde luego, Proust y Joyce, dos de nuestros más grandes escritores, no alardeaban de banderas. Y sí, la palabra escrita es parte de una cadena que se remonta en el tiempo y que, si es auténtica, independientemente de que se trate de una publicación pequeña o no, tiene el poder inmutable de alcanzar el futuro.

En mi futuro siempre ha estado mi familia, que me ha respaldado y me ha dado afecto constantemente. Mi familia está esta noche aquí: mi hija Carla, mi yerno Nino, el hijo de mi hija María, Aaron, y los hijos de Carla y Nino, Daniel, Katharine y Will. Y esta noche todos vosotros me habéis dado lo que considero un tesoro: que estemos aquí juntos. Gracias.

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