Discurso de Raúl del Pozo en la entrega del VI Premio de Periodismo «Francisco Cerecedo»

Raúl del Pozo y Carlos Luis Álvarez en un momento de la ceremonia

Cuando los príncipes se batían y quedaban hambrientos, comían con los otros guerreros las perdices a bocados sobre la hierba estrellada de margaritas. Tal vez por eso Pedro IV de Aragón, que era astrónomo, legalista y protector de los poetas, dio importancia al prestigio decorativo de la Corte y reglamentó las cortesías de los banquetes. En otras épocas los príncipes, después de las normas del Ceremonioso, sólo comían en público en raras ocasiones, entre gentilhombres, trinchantes, panateros y escanciadores. Por fin, como en esta noche, es posible compartir la mesa con ciudadanos, liberados todos los protocolos estrictos.

Muchas gracias, Alteza, por compartir con nosotros la cena y la palabra. Estamos aquí para honrar la memoria de Cuco Cerecedo, un periodista que murió, como los elegidos, en plena gloria y en plena juventud. Aunque se fue nos dejó el alto consuelo de su memoria. Cuco Cerecedo era amigo mío, pero ya decían los estoicos que «la memoria de los amigos muertos es como el vino muy viejo en el que encontramos un amargor delectable. Mas cuando ha transcurrido todo lo que nos angustiaba se extingue y sólo recibimos la pura delectación». Aquel periodista irónico y galaico, era un poco todos nosotros, el adelantado de una generación. Siempre volvía, inesperadamente, desde los poblados de chozas de adobes. Tomaba el té con los guerrilleros entre los bosquecillos de mirra con el ruido cercano de las espingardas. Era entonces cuando después de la oscuridad y la culpa empezábamos algunos españoles a descubrir que la religión estaba siendo sustituida por la política. En aquel Madrid de atmósfera metálica y tensa, sin puertas y sin relojes, descubríamos en Carrusel o en Bourbon Street que Cuco llegaba del desierto de los perfumes con los bolsillos llenos de dátiles. El universo iba a cambiar de base, emergía el Tercer Mundo y queríamos derrumbar la cárcel sin preguntar que íbamos a construir en su lugar. Éramos periodistas con tendencia a crear mitos. Ya Carlos Marx había escrito un siglo antes: «Se creía que la formación de mitos había sido posible porque no existía la imprenta. La prensa diaria y el telégrafo difunden más invenciones por todo el universo, fabricando en un día más mitos que antes en un siglo. Y el rebaño de burgueses se los cree». En aquel tiempo el marxismo parecía la razón y la conciencia del futuro. Los jóvenes, los negros y los pobres del universo se montaban en la locomotora de la historia, si bien es verdad que para nosotros, la liberación estaba muy asociada al placer. Nos intercambiábamos los libros de Marcuse y de Fanon, y también ese mal que los franceses llaman italiano y los italianos mal francés. Hacíamos lectura libre de los catecismos y creíamos que la monogamia era el triunfo de la libertad individual sobre el comunismo y coincidía con el nacimiento de la propiedad privada y la esclavitud. Han pasado muchos años y el reloj del cuadro del compás marca otra hora. ya no canta Dylan sino Julio Iglesias y la moda, que es móvil como el viento, ha hecho que los indios vuelvan a ser los malos. Los que desafiaban los fusiles en la Marcha sobre Washington son ahora tiburones en Wall Street.

Ya no esperamos a los chinos por Almería. Pero no podemos acusar a la historia de desviacionista. Como suelen decir los del Foro: «Pagan cuatro mil la hora en la Almudena por llorar». Además hemos descubierto que la esperanza es hermana del sueño y la utopía es que simplemente no hay tal. Hemos aprendido con la miseria del tiempo que el sueño de la ideología crea silos de calaveras en Pol-Pot, campos de concentración y policía secreta. Estoy seguro, como nunca de que el viejo topo hocica en algún lugar de la sabana o la planicie y cogerá como siempre a los conservadores, ahora tan crecidos, bailando la pavana.

En la Europa siempre de Erasmo, de Voltaire y de Marx, la confianza de ese retén humano de la lucidez está más que nunca en la libertad porque solo en la libertad y en el cambio siguen, a pesar de todo, fermentando las ideas. Son necios los que intentan sofocar la transformación con un puñado de polvo. Mas que nunca, permítanme, el último dogmatismo: o socialismo o barbarie. El periodista que soy, el que era Cuco, sigue militando en la búsqueda de la libertad y del estilo. Lo hemos vivido como un verdadero tormento. El estilo, aquel punzón que usaban los antiguos para escribir en tablas enceradas o en papiros hieráticos, sigue en mi pulso, como una herramienta pesada. Ya los beat se consideraban dolientes santos de la prosa, y Manuel Vicent, sospecha que con el estilo se puede matar. Queremos ser como una gaviota que sigue las estelas, con capacidad de vuelo, con cartílago de acero, de carne amarga, sin caer en la trivialidad o en cotorreo. Claro que hay que huir de aquello que decía Hegel: «Los españoles –escribía– se han descarriado por el camino de la metáfora y gustan de un estilo pomposo y florido que interrumpe la marcha del pensamiento porque lo dispersa». Sé que la metáfora interrumpe la marcha del pensamiento, pero cuando camino por el papel como un pirata que divaga, la metáfora brillante me estremece como una trucha de damas en un tapete verde. Y sobre todas las cosas me conmueve la libertad, sin la que no puede resollar un periodista. Hay en mi memoria más vivo que nunca aquel pasaje que relata Marx refiriéndose a los griegos, que eran la juventud de la Humanidad: «Los espartanos se dirigieron al sátrapa persa. Tu consejo, Hydarnes, no pesa sobre nosotros igual en los platillos de la balanza, pues conoces una de las cosas sobre las que aconsejas, pero no has gustado de la libertad y no conoces si es dulce o amarga. Si la conocieras, nos aconsejarías luchar por ella con la lanza y con el hacha».

Muchas gracias. Buenas noches.

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