Sergio Ramírez

El futuro del periodismo, por Sergio Ramírez

Intervención extraída de la sesión inaugural del XI Foro Eurolatinoamericano de comunicación

Los desafíos del periodismo son evidentemente muchos. Nos dicen, según cálculos agoreros, que el último ejemplar de un periódico tal y como hoy lo conocemos se estará imprimiendo en alguna fecha cercana al año 2022. Aunque la transformación tecnológica hace correr el tiempo tan deprisa que ya nada puede asombrarnos, muy rara vez recordamos que la civilización del tercer milenio se haya apenas en su prehistoria. George Orwell, un escritor futurista tan aventurado que al final de los años cuarenta del siglo pasado consideraba el año 1984 como una fecha demasiado lejana, nos parece hoy envejecido en sus fantasías, tanto como los discos de larga duración, que hoy resultan piezas de museo. No olvidemos entre tanto que el personaje del diablo cojuelo de Vélez de Guevara tenía el poder de levantar de media noche los techos de las casas de Madrid para ver lo que estaba ocurriendo dentro de ellas. Orwell, en lugar de un diablo travieso, pintó, en colores más sombríos, la amenaza universal del gran ojo vigilante capaz de mantenerse abierto sin parpadear nunca para espiarnos: el Big Brother. Lo mismo que hace en sus dominios el dueño de la fábrica en la película Tiempos modernos de Chaplin, que vigila a los asustados obreros cuando van al baño, desde una inmensa pantalla. En Sentencia previa de Spielberg —basada en el cuento futurista de Phillip K. Dick— el año de los prodigios es 2054. Y es que de acuerdo con las conclusiones de un equipo de especialistas del Instituto Tecnológico de Massachussets que Spielberg reunió para preparar la filmación la privacidad, tal y como hoy la entendemos, habrá desaparecido. ¿Gracias a qué? A la tecnología. El diablo cojuelo podrá levantar todos los techos y el gran ojo podrá penetrar en todos los resquicios.

Pero hay algo más por lo que quiero regresar al tema de la desaparición de los periódicos. En una de las escenas de esta película, lo que los pasajeros leen en el metro o en el autobús son periódicos electrónicos compuestos de hojas de material flexible del tamaño de un tabloide donde las noticias ilustradas con vídeos, más que con fotografías, cambian a medida que se producen. Entonces, el lector siempre tiene en sus manos un periódico que no envejece nunca. El último periódico impreso se ha dejado de publicar en alguna parte del mundo hace ya tiempo. El viejo papel ha desaparecido. Se ha perdido su tersa textura, el ruido familiar que produce cuando pasamos sus páginas, lo mismo que el olor de la tinta; o la página del periódico de ayer en que el carnicero envuelve el pedazo de hígado que Leopoldo Bloom, el héroe del Ulises de Joyce, compra para desayunar. Si ya no leeremos los periódicos de papel, debemos entonces advertir que se trata también de un cambio en los conceptos filosóficos. Esto tiene que ver con la materia misma, que se gasta, envejece y desaparece o se recicla, y con el sentido que tiene la palabra copia, nuestra copia del diario. Se tratará de un periódico que podrá apagarse. Lo que tendremos en la mano será un receptor flexible conectado de manera inalámbrica a un gran cerebro distante. Pertenezco a la generación de la mitad del siglo XX, y creo que, como ninguna otra, esa generación pudo atestiguar cambios centellantes y diversos, muchos de ellos simultáneos. De niño conocí aún el telégrafo en clave Morse, el teléfono de magneto con manivela, y el radiorreceptor de tubos en el que pendulaban las lejanas voces de la onda corta, alejándose y acercándose. Los periódicos de provincias se componían todavía con tipos móviles escogidos a gran velocidad por los cajistas en los chibaletes, y se imprimían en prensas manuales de rueda con manubrio, como esas de los grabados de las novelas de Balzac. En las décadas siguientes he ido pasando de la máquina de escribir eléctrica al ordenador; de la humilde Instamatic a la cámara digital; de las cartas timbradas a los mensajes electrónicos; del teléfono de disco al teléfono móvil; se acabó para siempre la palabra discar. ¿Por qué habría de extrañar entonces que, en unas pocas décadas más, los periódicos sean de cuarzo flexible o una materia parecida y las noticias cambien frente a nuestros ojos? En el siglo XIX un solo invento, o quizás dos a lo sumo, marcaba a toda una generación. En Orlando, la espléndida novela de Virginia Wolf, el ferrocarril que atraviesa con ímpetu trepidante las praderas de Inglaterra es el único invento, el invento crucial, como lo fue para la generación anterior la máquina de vapor y para la siguiente el cable submarino.

Una edición dominical del New York Times consume en papel el equivalente a 200 hectáreas de bosques, pese al nacimiento de la industria del papel reciclado libre de ácidos. Así que, quizá, la inminente desaparición de los medios de comunicación impresos ayude en algo a restablecer el equilibrio de la biosfera. La revolución tecnológica que hoy atraviesa apenas su infancia; asombrará dentro de pocos lustros por lo primitivo de sus instrumentos, como nos ocurre hoy con las películas mudas —en las que es posible advertir cómo se mueven los telones de los escenarios ante un soplo de aire—, o con las venerables máquinas de teletipo que traqueteaban día y noche en las redacciones, dejando serpentear en el suelo las tiras con los despachos cablegráficos.

Frente a esta perspectiva, lo más inquietante no es la materia de la que estarán hechos los periódicos ni la forma en que las noticias llegarán a nosotros, sino cómo estará definido en términos éticos y de sustancia el universo de la información. Desde luego, cualquiera que sea el mundo en que vivamos, siempre dependeremos de la necesidad de saber lo que ocurre. Nadie ha previsto por el momento un mundo de seres solitarios que no tengan que comunicarse entre sí. Hoy, en lugar de una aldea global, deberíamos hablar más bien de una red de aldeas interconectadas de manera instantánea y simultánea, guetos culturales cuyas comunidades selectas son capaces de identificarse entre sí, sin mediar distancias, por el hecho de compartir posibilidades tecnológicas y los valores y formas de cultura que de allí derivan. No importa dónde se viva.

Hoy en día los acontecimientos entran en los hogares al mismo tiempo que se producen. Esto supondría una democratización global de las posibilidades de informarse, pero los escenarios nacionales de los países más pobres siguen fragmentados como consecuencia del atraso. De esta manera, el atraso continúa teniendo que ver con el pasado. Hoy más que nunca, atraso y pasado vienen a ser dos conceptos en estrecha unión. En la medida en que la tecnología de las comunicaciones esté de por medio, el concepto de pasado se evapora y al mismo tiempo se acelera. Un hecho que es conocido de manera simultánea al momento de producirse deja atrás el sentido tradicional de pasado. Durante la época colonial la noticia de que un rey había muerto en España llegaba a América cuando todavía se estaban celebrando las fiestas de coronación. Ese es el sentido de pasado que hoy ya no existe más.

La noticia tampoco se aleja de la provisionalidad ni de su rápido proceso de envejecimiento. La provisionalidad viene a significar la superficialidad: la información es más volátil que nunca y no está diseñada para quedarse en las mentes, sino para desaparecer y ser olvidada. Los sucesos, que son vistos como superproducciones, se olvidan de la misma manera que una película espectacular incapaz de afectar la historia. De alguna manera, la información pasa a tener una sustancia ficticia, porque ocurre en un espacio que, aunque real, no es tangible.

El reto para el periodismo creativo y analítico se vuelve así más serio. Debe saber abrirse paso hacia la masa seducida por la información prefabricada, el fast food informativo, las noticias sin poder analítico ni crítico, pensadas para ser olvidadas de inmediato. De otra manera la memoria de la historia que se nutre del acontecer cotidiano entra en el riesgo de disolverse sin remedio. Para nosotros, el primer reto es el de afirmar un periodismo creativo y analítico, crítico y libre como sustento esencial de la democracia. o podemos estar seguros de cuándo se publicará el último ejemplar de un periódico impreso o de un libro impreso —y quisiera que esa fecha se retardara lo más posible o no llegara nunca—; pero sí podemos estarlo de que cualquiera que sea la forma en que el relato del acontecimiento llegue a los ojos del lector, ese relato dependerá siempre de una mente aguda y creadora, que seguirá averiguando en nuestro nombre para acercarnos lo más posible a la verdad. Esa verdad deberá tener siempre un fundamento ético. Para eso estamos aquí.

Intervención extraída de la sesión inaugural del XI Foro Eurolatinoamericano de comunicación, España y Portugal, entre la UE y América Latina.

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