Emmanuel Macron, la revolución desde la élite • El muro de contención contra el populismo, por Pedro González

Artículo publicado por Pedro González en El Debate de Hoy el 1 de mayo de 2017

Ni la Revolución Francesa de 1789 fue del pueblo ni la que ahora empezará el futuro presidente, Emmanuel Macron, procede de los partidos tradicionales. Entrará en el Palacio del Elíseo con los votos, claro está, que él mismo pueda recolectar entre los desencantados de los Republicanos (conservadores) y del ala moderada del Partido Socialista, pero sobre todo del 58% de franceses que “consideran a Marine Le Pen un peligro”.

Por sí mismo, pues, pero también bien aconsejado por sus mentores del Club de la Rotonde, de la Comisión Jacques Attali, de la French-American Foundation o del Club Bilderberg, instituciones todas ellas en cuya discreta intimidad departen los más conspicuos cerebros de la política francesa, el candidato del movimiento En Marche! (Adelante) se apresta a sacudir los adormecidos cimientos de una sociedad que parecía incapaz de renovarse.

Amigo también del presidente saliente, François Hollande, Emmanuel Macron ha transitado en volandas su meteórico camino hacia el Elíseo. Nació en el seno de una familia de la alta burguesía de Amiens y se educó en el elitista liceo que los jesuitas regentan en esa provincia al norte de París.

En sus actividades extraescolares se decidió por la música, que interpreta como un consumado pianista. No escapó tampoco a la pulsión adolescente de admirar primero, y enamorarse después, de su profesora de Literatura, Brigitte Trougneaux. Él tenía 15 años; ella, 39, casada con un banquero y madre de tres hijos.

Directora también del Club juvenil de teatro del Liceo, Brigitte y Emmanuel intimaron hasta escandalizar a las familias de ambos. La separación, cuando Emmanuel marchó a París por sus estudios universitarios, lejos de amainar la relación la encendió aún más. Brigitte se divorció del banquero Auziére, se despidió de su trabajo, canceló su participación en la empresa chocolatera de su padre (factura más de cuatro millones de euros al año) y también se trasladó a París para empezar un nuevo trabajo como profesora.

Macron reconoce que los veinte años que llevan juntos –se casaron, empero, formalmente en 2007-, han marcado su trayectoria: primero, como ejecutivo de inversiones de la Banca Rothschild, que le hizo socio de la firma apenas al año de entrar; luego, como vicesecretario general de la Presidencia de la República y, después, como ministro de Economía designado directamente por François Hollande. Era agosto de 2014. Parecía culminar así una carrera política de algo más de una década, iniciada cuando pidió el carné del Partido Socialista a sus 24 años.

De nuevo solo, pero aconsejado también por su esposa y sus poderosos mentores político-financieros, Macron hace gala de un medido control de los tiempos cuando le presenta a Hollande su dimisión como ministro el 31 de agosto de 2016, arguyendo su falta de libertad para acometer las reformas económicas y financieras que el país necesita.

Con esa excusa, se desengancha también del Partido Socialista y funda su propio movimiento político, que pronto recibirá una avalancha de voluntarios, un apoyo mediático nada desdeñable y un aporte de fondos suficiente para competir con los viejos dinosaurios de los partidos tradicionales. De paso, se sacude la presunta responsabilidad que pudiera tener en la gestión de la presidencia de Hollande: un 30% más de paro y una rebaja global de impuestos a las empresas de 100.000 millones de euros, sin contrapartidas en términos de empleo, productividad e inversión.

Haciendo gala de un dominio magistral del marketing político, Emmanuel Macron se ha convertido en el muro de contención contra los populismos y su correspondiente visceralidad nacionalista y, consiguientemente, en la gran esperanza del gran proyecto de futuro para la Unión Europea. No es por casualidad que todas las Bolsas europeas se dispararan al conocer su triunfo en la primera vuelta de las elecciones y que en las instituciones europeas se observara asimismo una euforia desatada. El proyecto europeo, que había salvado su primer match-ball con las precedentes elecciones holandesas, le daba la vuelta al marcador en las presidenciales francesas, mucho más decisivas aún.

Emmanuel Macron reconoce que entrará en el Elíseo con su esposa Brigitte, a la que reconoce buena parte del mérito en lograr dicho objetivo. Valga como curiosidad que entre ambos existe la misma diferencia de edad que entre el presidente norteamericano, Donald Trump, y su esposa Melania.

Apenas un mes después, habrá elecciones legislativas. Los Macron, supuestamente, no tienen partido propio, pero van a tener sin duda una avalancha de peticiones para integrarse en su movimiento, llamado a conformar una mayoría presidencial en la Asamblea Nacional.

La revolución vendrá después, para lo que precisará de los poderes cuasi absolutos que otorga al presidente la Constitución de 1958. Aquel texto, sustento de la V República, se hizo a la medida gigantesca del general Charles de Gaulle. Ahora no estamos en aquella situación excepcional, aunque Francia no podría aguantar por más tiempo las estructuras de una arquitectura política y social anquilosadas. Es, pues, el momento de operar otra revolución que, aunque no sea tan sangrienta como la de 1789, será sin duda y por fuerza dolorosa.

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