Es difícil saber si los periodistas somos dinosaurios a punto de fenecer, o astronautas a punto de conquistar Marte, por Miguel Mora

Miguel Mora contempla el galardón con el aplauso de SAR el Príncipe de Asturias

Altezas, autoridades, colegas, parientes y amigos.

Buenas noches a todos, y gracias por haber venido.

Las alfombras, los discursos y las corbatas no suelen sentarnos bien a los periodistas. Pasar unas horas en un lugar donde no se fuma, no hay una máquina de café malo ni un ordenador a la vista es casi una tortura.

Pero en fin, como decía Carmen Martín Gaite, no es el momento de ponerse Dostoievsky. Y la verdad es que estoy emocionado y muy agradecido.

Agradecido a los Príncipes de Asturias, por defender con su presencia aquí la libertad de expresión. Y emocionado porque el jurado se equivocara tanto como para darme un premio tan grande como este, que lleva el nombre de Cuco Cerecedo, y que ha ganado antes que yo una larga lista de maestros del oficio.

Lo único que siento es que mi padre, don Emilio, que nunca vio claro lo del periodismo aunque leía tres periódicos al día, no haya vivido para verlo.

Por resumirles lo que siento, es más o menos como si el Atleti de Madrid ganara la Liga metiéndole 5-0 al Madrid en el Bernabeu. Y qué mejor forma de festejarlo que estar aquí con ustedes, en la propia plaza de Neptuno.

Lo único malo del asunto es que me veo obligado a propinarles a ustedes una pequeña disertación. Así que allá vamos.

Como todos saben, corren malos tiempos para el periodismo. Llevamos años oyendo que los periódicos están en vías de extinción y que los periodistas no nos encontramos mucho mejor.

Estamos en pleno cambio de paradigma industrial, de la tinta de Gutenberg a la manzana de Jobs, y para colmo sufrimos la crisis financiera y la otra, la real, que son peor que un Miura, también para nuestro sector.

Los despidos han dejado de ser noticia, la carne de reportero cotiza a precio de saldo, y los modernos populistas intentan aprovechar la tesitura para dar la puntilla a la información libre, o cuando menos para ponerla a su servicio.

Como consecuencia, la calidad de la prensa y, por tanto la de las democracias, va perdiendo sustancia y prestancia ante los ojos de todos.

El consuelo es la ‘web’, el éter infinito. Nueva panacea, Internet ocupa ya todos nuestros desvelos y suple todas las carencias, sean estas de espacio, de talento o de personal.

Hoy, todas las cabeceras históricas son un gigantesco bazar-contenedor, un agujero negro lleno de noticias instantáneas.

Noticias tan veloces que los periodistas nos las vemos y deseamos para poder entregarlas a tiempo sin faltas de ortografía, y no digamos ya para contrastarlas.

Noticias tan numerosas que no hay lector capaz de leerlas, salvo que este dispuesto a morir de vértigo en la inmensidad del espacio digital.

Giancarlo Santalmassi, un maestro de periodistas represaliado por ese sutil demócrata llamado Silvio Berlusconi, y que nos honra con su presencia aquí esta noche, ha hecho este diagnóstico en su blog:

Cito: “La sociedad de la comunicación no coincide con la sociedad del conocimiento. Demasiadas noticias es igual a ninguna noticia. Hoy ya nadie tiene el monopolio de la información. Llega gratis por SMS. Los lectores no consiguen distinguir entre noticias verdaderas, supuestas y falsas. Y es cada vez más difícil entender si lo que te están contando es importante”. Fin de la cita.

Quizá el periodismo vive el mismo problema que la música: que la unidad de consumo ya no es el diario, como no lo es el disco. O quizá la cosa es más sencilla, y la tecnología simplemente se ha impuesto al contenido, el medio ha ganado la partida al mensaje.

Lo cierto es que es difícil saber si los periodistas somos dinosaurios a punto de fenecer, o astronautas a punto de conquistar Marte. Hoy los reporteros tenemos tabletas ultraplanas, ordenador de mesa y portátil, cuentas en Facebook y Twitter, tenemos iphone y blackberry, y recibimos y enviamos alertas y correos electrónicos deslizando un dedo. Además, escribimos crónicas para el papel y para la web mientras leemos los comentarios que dejan los lectores.

Todo este despliegue supone un ligero problema de tiempo. Si nos pasamos el día conectados, dándole a la Playstation Mediática, informando por tierra, mar y aire, ¿cuándo nos informamos nosotros? ¿Cuándo hablamos con las fuentes? ¿Dónde encontramos las noticias?

Algunos piensan que estamos viviendo la era glacial del periodismo clásico, y que lo que vemos hoy es ya la confusa, fugaz e interactiva comunicación del futuro.

Pero a veces, mirando en las webs eso que Fernando Savater ha llamado el ‘far west’, da la impresión de que estamos escribiendo, sin saberlo, nuestra propia necrológica.

Como en este negocio todo está inventado, no sería la primera vez que un periodista escribe su propia necrológica. En ‘Retratos y encuentros’, el libro de Gay Talese, el genial reportero estadounidense dedica un relato memorable a un tal Whitman, autor anónimo de las necrológicas del New York Times durante los años cincuenta y sesenta. Y cuenta Talese que a algunos periodistas, desconfiando quizá de sus colegas, les gustaba escribir la noticia de su propia muerte.

Uno de ellos, llamado Lowell Limpus, del New York Daily News, logró la hazaña de publicar su propio obituario, firmado por él mismo, en 1957.

Y comenzaba así: CITO. “Este es el último de los 8.700 o más artículos que he escrito para que se publiquen en el News. Tiene que ser el último, ya que fallecí ayer… Escribí este mi propia necrológica, porque sé sobre el tema más que nadie y porque prefiero que sea sincera a que sea florida”. FIN DE LA CITA.

Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Ahora los nuevos lectores han decidido que nos prefieren en Internet, y el dilema es cómo financiar la buena información, cómo captar la publicidad para seguir ofreciendo a los ciudadanos ese derecho universal y humano, sin cobrar por ello.

Pero no creo que todo haya ido a peor. Ayer mismo, el Financial Times hizo un seguimiento en directo de la crisis de pánico desatada en Europa por el anuncio de referéndum en Grecia. Y era una preciosa lección de periodismo. Los corresponsales mandaban sus informaciones desde medio mundo, los especialistas de Londres las editaban, y el resultado era impresionante: una crónica colectiva y en vivo, llena de los mejores ingredientes del periodismo clásico: precisión, análisis, ironía, sentido crítico, pasión, buena escritura, credibilidad.

La enseñanza, creo, es que no debemos sentir pánico por la posible desaparición del papel, sino porque los medios decidan que, para destacar en la jungla, lo importante es ser los primeros, y no los mejores.

Seguramente este proceso empezó, como casi todo lo que nos sucede hoy, en Estados Unidos hace quince o veinte años. David Simon, el creador de la serie The Wire, que fue un gran reportero de la sección local del Baltimore Sun, ha explicado que el concepto del periodismo moderno fue inventado en Wall Street con una doble intención: desarrollar y extender las nuevas tecnologías digitales, y debilitar la influencia de la prensa tradicional para que incordiara menos al poder.

Es difícil saber si este proceso ha terminado o sigue todavía en marcha. Yo solo sé que de tanto mirar al futuro, nos estamos olvidando de mirar atrás para saber lo que somos. Como decía el maestro Morente, “estamos vivos de milagro”. Pero estamos vivos. Y si renunciamos al periodismo, y apostamos más por la cantidad que por la calidad, difícilmente habrá futuro ni modernidad.

Por eso querría hoy rendir un pequeño homenaje a algunos viejos maestros del papel. Gente normal y corriente, sin más pretensiones que la de ser honestos y buenos profesionales. Gente maravillosa, que nos ayudó a muchos a pensar, y a seguir pensando, que el nuestro sigue siendo, incluso hoy y con la que está cayendo, el mejor oficio del mundo.

O, en fin, que por lo menos sigue siendo mucho mejor ser periodista que trabajar.

Para no remontarnos a los fenicios, empezaré por la época en la que entré en el master de El País. Era 1990, y Javier García, que debe andar por ahí, me presentó una noche a Juan Yuste y a Ángel Luis de la Calle, dos ilustres ejemplos de las Tres Des que entonces se consideraban inherentes al oficio: depresivo, dipsómano, y divorciado.

Si lo conseguí fue gracias al profesor Aranguren, cada vez más añorado, que con mi adorada madrina, Magda, me animó a entrar en el periódico que el Profesor definió incisivamente como “intelectual colectivo”.

El primer día de clase fue redondo. Conocí a doña Mónica, que aunque parezca mentira todavía está aquí, y recibimos la primera lección de Jesús de la Serna. De las Tres Des pasamos a las Tres Haches. “Humildad, humildad, humildad”.

Gracias a Ángel Santa Cruz, que me colocó como becario, logré escribir y publicar mi primera pieza en el periódico. Enseguida, Julián Martínez, corazoncito de colchonero, me enseñó que no valía para nada hilvanar tres folios si no lográbamos recoger a tiempo la foto del señor fallecido en Palencia que el fotógrafo de Zamora había mandado en mano con una señora de Albacete que llegaba ¡hace diez minutos! a la estación de Atocha.

Un poco más tarde, De la Calle me fichó para la Edición Internacional, donde moraba entonces el gran Carlos Mendo. Mi padre, que leía tres periódicos al día, bautizó a la EDI como “el balneario”.

Después José María Izquierdo me llevó a Cultura y fui banderillero del maestro Joaquín Vidal en dos ferias de San Isidro. La mejor escuela posible. Vidal escribía con arte hasta los pies de foto, entendía que la independencia del cronista era sagrada, y sabía que no había excusas para fallar un dato o llegar tarde al cierre. Hilaba unas crónicas excelsas desde un oscuro garaje cercano a Las Ventas, y cuando llegaban a la redacción no tenían una errata ni una coma de más.

¡Y sin Internet, señoras y señores!

Sobre la independencia, don Joaquín era un fanático: se dice que nunca tomó un café con un torero y que en las ferias elegía el hotel más barato para no cruzarse con los taurinos.

Luego vinieron otros maestros, de muy distintos estilos y saberes… Mi amigo José Andrés Rojo, mis padrinos Ángel Fernández-Santos y Angelito Harguindey (que tanto me ayudó a contener el lirismo), sus eminencias Maruja Torres y Soledad Gallego Díaz, el sobrio Andreu Missè, el orfebre Fernando Samaniego

Pero nada habría sido posible sin Inés Amado, mi editora favorita, y sin Ángeles García, mi mentora, que dio espacios insensatos a mis otros maestros, los flamencos, tan queridos por nuestro fundador, Jesús Polanco. En cosa de cinco años, García publicó seis entrevistas con Morente y cuatro con Chano Lobato.

Los jefes también tuvieron su culpa, claro. Sobre todo Jesús Ceberio, que para sacarme de Casa Patas me mandó de corresponsal a Lisboa, y Javier Moreno, que tuvo la feliz idea de enviar a un ateo a cubrir al Papa de Roma.

En fin, antes de que esta perorata parezca la guía telefónica y los colegas se pongan a fumar, me paro aquí.

Este premio les pertenece al 50% a estos maestros. Y el otro 50% les corresponde al jurado y a Berlusconi. Con perdón por la asociación.

Realmente, no hay muchos gobernantes en el mundo que den tanto juego a un periodista. Como dijo el gran Manuel Chaves Nogales, yo me limité “a estar allí”, y a certificar que, para este fabuloso oficio, Berlusconi representa dos cosas a la vez: el meteorito que cae sobre el planeta, y la hierba que alimenta a los dinosaurios.

Narrar la agonía de un país tan maravilloso como Italia ha sido menos instructivo que doloroso. Pero nuestra profesión consiste en contar que estas cosas suceden en el mundo. Que los ‘berlusconis’ existen, y que no están solos. Y que, como dice ese otro espléndido maestro que se llama Miguel Ángel Aguilar, “si esas cosas no se cuentan, se contagian”.

Por eso creo que no ha llegado el momento de escribir la necrológica del periodismo. La información es vital, hoy más que nunca. Nos ayuda a saber más, a pensar, a ser más conscientes y a juzgar mejor y exigir más a nuestros gobernantes y a nuestros jefes. Es aire para la democracia, oxígeno para la libertad. Y si no la dejamos respirar, no serán los periodistas o los periódicos los que desaparezcan. Serán los ciudadanos.

Muchas gracias.

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