La ciudad crece

Texto de Bernardo Ynzega publicado en el catálogo de la Exposición "Madrid al paso"

Texto de Bernardo Ynzega publicado en el catálogo de la Exposición «Madrid al paso«

A veces es mejor escribir al comienzo lo que no se quiere escribir. No quiero escribir un capítulo, o un ensayo o un artículo sobre la historia del crecimiento de Madrid; y menos aún una crónica cronológica comentada. Otros lo pueden hacer mejor, mucho mejor. No me interesa escribir eso ahora: me lo repetiré cada vez que corra el riesgo de caer en la peligrosa linealidad del hilo temporal. Escribo de memoria y desde lejos y quiero escribir otra cosa. Me explico.

LA EVOLUCIÓN DE LA CIUDAD: ENTRE LA IMPROVISACIÓN Y EL GUIÓN CONDICIONADO

Es verdad que toda ciudad evoluciona y crece a lo largo del tiempo. Es verdad que si lo observamos desde lejos, digamos desde la altura de un satélite geoestacionario, y lo miramos a cámara rápida, el crecimiento se nos mostrará como una mancha que se expande cuyo interior muestra cambios discernibles. Describir sus pautas de crecimiento y las características geométricas y materiales de lo que en ella ocurre —hacer de notario/narrador de su transformación— puede estar muy bien (de hecho está muy bien), pero cuenta poco. Si ustedes discrepan y piensan que no es poco (y no lo es) déjenme al menos que diga (y de esto si estoy convencido) que eso no es lo más interesante. Describe mucho; explica poco.

Pocas ciudades, me atrevo a decir que ninguna, y conozco y he visto muchas, son el resultado de un proceso lineal, planificado o no; ni de una cadena única de relaciones causa efecto; ni de un número limitado de esas cadenas causales.

Si se me permite la metáfora podríamos decir que lo que ocurre en la ciudad guarda cierta semejanza con lo que ocurriría en un escenario en el que diversos, muchos, actores hubiesen de llevar a cabo una representación sin texto o guión previo y sin poderla detener ni un momento. Algunos no dirían nada, se limitarían a estar o a quedarse al margen y esperar a ver qué ocurría. Otros comenzarían con algo que ya supieran y luego «ya veremos». Otros podrían reaccionar a lo que éstos decían e improvisar o construir su discurso a partir de ahí. Algunos podrían ponerse de acuerdo entre sí, hacer un aparte y escribir entre todos un guión que les sirviese para llegar con soltura hasta el final. Ocasionalmente alguno —más dotado, o que se creyese más dotado, o con más carisma o con más autoridad— podría optar por hacerse a un lado, ver lo que hay, quiénes hay, sopesar el tiempo y el escenario y escribir —rápido, rápido, que el tiempo se acaba— un guión, un texto, al que todos pudiesen o debiesen ceñirse para actuar con un orden en su opinión reconocible y coherente. Lo malo para él sería que para cuando lo hubiese escrito habría trascurrido buena parte de la representación, algunos actores estarían encantados con lo que estaban haciendo y no verían razones para cambiarlo, habría subguionistas que se enfadarían convencidos de que lo suyo estaba muy bien, estarían los indiferentes, habría… no sé.

¿Y el público? Habría división de opiniones. No todos podrían haber estado atentos a todo. Posiblemente casi todos recordarían razonablemente igual cómo comenzó la representación; pero a partir de ahí las narraciones dependerían de a qué partes de la compleja acción prestaran mas atención.

Podríamos concebir variantes de esta metáfora: situaciones en las que en determinado momento, o incluso al comienzo, se impone o asume un determinado ritmo o un mini guión de referencia; situaciones en que el guión, si lo hubo, se disuelve en todo o en parte liberando o permitiendo otras acciones; casos en los que, por lo que fuera, el conjunto de actores se subdivide en dos o más grupos que se saben coordinar entre si… A partir del núcleo inicial de la metáfora cada uno de nosotros podría imaginar un posible desarrollo.

Las ciudades, especialmente las ciudades grandes y con alguna historia, tampoco tienen en ningún momento un guión previo o único. La ciudad es un producto social, una construcción colectiva resultante de un conjunto de pactos, acuerdos o coincidencias de muy distintas índoles. Pueden ser explícitos o no; culturales o sociales o económicos. Pueden o no tener carga o contenidos ideológicos. Pueden ser fruto de la costumbre, la razón, la utopía o el interés. Pueden buscar la excelencia o acomodarse a lo conocido. Pueden ser todas o cualquiera de esas cosas, pero no de una forma enteramente libre.

Las ciudades, especialmente las ciudades grandes, están sujetas a un conjunto de leyes de hierro, ineludibles, marcadas por el hecho de que ocupan espacio, mucho espacio; de que tienen contenidos y usos muy diversos, muchos; y de que para funcionar necesitan desplazar de un lado a otro enormes cantidades de bienes y personas y dar cabida a innumerables transacciones económicas e interacciones sociales. Además, sobre ellas, sobre las ciudades, pesa el hecho objetivo de ser los mayores artefactos construidos que ha desarrollado la humanidad; los que requieren y acumulan mayor cantidad de recursos; los que integran sumas descomunales de capital. Como consecuencia, su vida y su formación están condicionadas por otro conjunto de leyes implacables: las de la economía, el ahorro y la inversión; y las de sus malos parientes: el poder, los egos y la codicia.

Un marco de teoría, conocido, limita y condiciona el minué que en aparente libertad danzan los actores.

COMIENZOS DEL XX: PRIMEROS ACTORES

En los años veinte Madrid no era una ciudad grande; poblada y densa si, pero no grande. Con cerca de trescientos mil habitantes podía presumir, si es que se puede presumir de ello, de ser una de las que más edificación y gente concentraba por cada uno de sus no muchos kilómetros cuadrados. La más apretada. No por casualidad.

Tradicionalmente Madrid se había hecho gastando poco; se gastaba en palacios y algo más, pero poco en caserío o en calles. El dinero siempre era para otra cosa. Madrid aprendió a crecer «hacia dentro» y sobre sí. A principios de los veinte el efecto acumulado había agudizado la situación. Era obvio que las cosas no podían seguir como estaban. Hacía ya décadas que los magros recursos disponibles, el capital público y privado necesario para hacer ciudad, venían disminuyendo. Desde mediados del XIX el creciente coste de mantener el sueño ilusorio de la España de ultramar exigía demasiado. Sobraba poco y la burguesía inversora no bastaba para compensarlo. La respuesta obvia: una ciudad con poca ciudad nueva, que había exprimido y seguía exprimiendo hasta el máximo el uso de lo preexistente; y empezaba a ser dolorosamente consciente de que o crecía, y bastante, hasta ser metrópolis, o no había nada que hacer.

Aquél apretado Madrid de los veinte ya no era una ciudad homogénea. Simplificando mucho el análisis, coexistían dos culturas urbanas dominantes y comenzaba a aflorar una tercera. La primera era la más antigua.

La de entonces no fue la primera crisis de crecimiento. Antes, hacia 1850, cuando Madrid se planteo «ensancharse» —y ya veremos como— lo que hoy es Centro de Madrid era entonces toda la ciudad; su tejido urbano era, y casi sigue siendo, un continuo poco diferenciado de trazados precarios y geometrías tan aleatorias y no urbanas como la de los caminos rurales cuya senda seguían. Se había acostumbrado a crecer en altura (construyendo más alturas sobre anteriores casas bajas o reemplazándolas por otras), en angostura (ocupando cada vez más los patios interiores y construyendo sobre huertas y jardines de conventos amortizados) y en estrechez (sin crear apenas un metro más de viario para el movimiento de una población y una actividad en aumento). Lo único generoso estaba afuera: en los grandes parques de caza y jardines de recreo de la Corona, en el Salón del Prado y en
otros espacios extramuros.

Para algunos, para muchos, aquello era estupendo. La ciudad que conocían, la que había surgido al albur de la historia —abigarrada, próxima, hiperconstruida— era la ciudad «como Dios manda»; la que debía ser. Su modelo: una ciudad llena hasta reventar de casas y gentes, con monumentos, castiza… ¡Malvenidos los cambios que lo pudiesen poner en cuestión! La criticaban, ¡cómo no!, pero lo que tenía de estructuralmente cutre, sus carencias de higiene y tráfico y ruido, sus conflictos, lo achacaban a las malas costumbres o al mal gobierno. Con otro rostro pero la misma alma esa cultura urbana aún pervive. Influye y afecta el modo en que Madrid crece: una cultura urbana tradicional, figurativa, esencialmente conservadora, que confunde cualquier tipo de cambio con pérdida. Su presencia, oculta, asoma infinitas veces en las conversaciones y en los medios. Es la que cuando un edificio se restaura, se acondiciona una plaza o surge un nuevo barrio dice, sin pensar, como una coletilla más, con automatismo de lenguaje, que el edificio «ha sufrido una restauración», la plaza «ha sufrido una mejora» o la ciudad «ha sufrido una ampliación». Es la que no dice y jamás dirá que el edificio es ahora mejor, la plaza más hermosa o la ciudad más extensa.

Frente a esa cultura urbana había un segundo grupo de actores, otra corriente: la cultura burguesa reformista de la modernidad «a la page». Algo elitista y siempre acomplejada, como si temiese dar la nota, a mediados del XIX había formulado los principios y los trazados de un posible Madrid alternativo: el Madrid del «Ensanche» cuya primera expresión fue el Barrio de Salamanca. La confrontación inicial fue verbalmente dura, pero se combatió con proyectiles de fogueo. El Plan Castro fue su esquema, la geometría de manzanas cuadradas su estrategia y la Castellana su frente principal… Pero poco más. Estructuralmente y en el fondo eran casi los mismos perros con distintos collares. Las nuevas calles eran más inteligentes y rectas, pero tacañas y angostas; las nuevas edificaciones eran más aceptables, pero apenas maquillaban tipos conocidos y continuaban apretadas, altas y profundas; los equipamientos eran escasos; y los nuevos espacios libres mínimos, para una ciudad cuya «apuesta verde» había sido y seguía siendo vivir de lo anterior. Al confrontar sus logros visibles con el igualmente visible estancamiento y pérdida de calidad y eficacia de la ciudad heredada incapaz de lidiar con el nuevo fenómeno del transporte y sin posibilidad alguna de dar cabida a la imagen del nuevosiglo XX, a esa cultura tímidamente reformista y financieramente limitada no le fue del todo mal. Poco a poco fue ganando su batalla de la propaganda. El Metro y la Gran Vía fueron dos de los principales adalides de este triunfo. Luego hablaremos de ellos.

Mientras en Madrid pasaban esas cosas, en Europa, y en España, había otros aires, incluidos el nada desdeñable crecimiento de la conciencia social y la históricamente trascendente repercusión de la Revolución de Octubre. Sus efectos se hicieron sentir en cuanto se relaciona con la ciudad. La tradición académica, la costumbre acrítica, cedió ante los planteamientos de la Modernidad, que la rechazaba de plano con un lenguaje formal propio e inédito, rectilíneo, sin ornato, rico en el rigor esencial del orden. Fue una nueva manera de concebir y realizar la Arquitectura dotándola de nuevos cometidos solidarios y socialmente comprometidos. La modernidad hacia suyos temas tales como el esfuerzo de solucionar racionalmente las necesidades de alojamiento en viviendas de nuevo cuño guiadas por belleza de la razón y la eficacia; el proyecto de ciudades basadas en el orden de la función, con capacidad de responder a las necesidades sociales y dar cabida a las arquitecturas que las sustentaran; el deseo de entender la ciudad como objeto construible en un paisaje urbano relacionado con la naturaleza…

En España, en Madrid, las convicciones de la Modernidad las propugnó, defendió e intentó llevar a cabo un reducido grupo de gentes: intelectuales cultos e informados de muy distintos orígenes; una formidable generación de vanguardia. Al hilo de su impulso y de la necesidad de crecimiento y cambio comenzaron a surgir, en y a propósito de la ciudad, operaciones y fragmentos modernos y planteamientos teóricos hasta entonces no expresados. Aquél pequeño grupo comprometido fue una poderosa fuerza de cambio y modernidad real. Llegó mucho más allá que los anteriores planteamientos reformistas y habría de ser el germen del sueño republicano: un Madrid mayor, ordenado, metropolitano, integrado, dinámico, sin problemas de vivienda o de funcionamiento.

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