Los nuevos paradigmas de la seguridad

Conferencia del General José Julio Rodríguez, Jefe del Estado Mayor de la Defensa, en el XXIII Seminario Internacional de Seguridad y Defensa

Buenos días señoras y señores, permítanme comenzar estas palabras agradeciendo a la Asociación de Periodistas Europeos la oportunidad que me ha brindado de abandonar durante unas horas mi despacho en el Estado Mayor y poder compartir mis reflexiones con ustedes.

Para mí, es un honor y también un reto, porque soy consciente de que éste es uno de los más relevantes seminarios de Seguridad y Defensa en nuestro país. Un seminario que paso a paso va consiguiendo que se abandone la idea de que Seguridad y Defensa es un área que solo tiene interés para los militares, cuando la realidad es que se trata de un tema que nos afecta a todos.

“Una responsabilidad de todos”, así reza el subtitulo de la nueva “Estrategia Española de Seguridad” que quiere transmitir que la seguridad de España y la de sus habitantes y ciudadanos es responsabilidad esencial del Gobierno y del conjunto de las Administraciones Públicas. Pero también de la sociedad. La seguridad es hoy responsabilidad de todos.

Este es el principal mensaje que quiere transmitir el nuevo documento. El reto que queda es desarrollarlo e implementarlo.

Y estoy seguro de que a esa labor contribuyen enormemente estas jornadas que permiten conocer puntos de vista diferentes, y por consiguiente enriquecedores, de un asunto como es el de la Seguridad  y Defensa que, situado en la base de las necesidades humanas y sociales, constituye un permanente reto para todos.

Dicho esto, les añadiré que mi aproximación al tema que nos ocupa, “nuevos paradigmas de Defensa y Seguridad”, y a pesar de que lo haga desde la aparente atalaya privilegiada de mi puesto de JEMAD, la haré con humildad y método, pues soy consciente de que la absoluta certeza en estos asuntos, generalmente fruto de percepciones impulsivas, han producido también, los mayores fracasos y sufrimientos de la historia,

INTRODUCCIÓN:

Para centrar la cuestión les diría que cualquier estudio objetivo que hoy se realizara sobre  la estabilidad y condiciones de vida de nuestro tiempo llegaría probablemente a la conclusión de que, pese a la actual crisis económica, nos encontramos en uno de los periodos más estables en la Historia de la Humanidad. Pero, paradójicamente, también es cierto que las múltiples encuestas que se realizan cada día a nuestros ciudadanos, y a los de aquellas naciones que forman parte de nuestro entorno cultural, reflejan una opinión mucho menos optimista.

Resulta evidente que la crisis económica ha introducido un factor de pesimismo generalizado, pero incluso antes de que la crisis se manifestase con toda su crudeza, existía ya un evidente sustrato de inseguridad en nuestras opiniones públicas. Tenemos la sensación de vivir en un mundo en el que las amenazas a nuestra seguridad se multiplican y resultan cada vez más complejas y preocupantes.

En resumen, pensamos que nuestra forma de vida nunca ha estado más amenazada, pensamiento que resulta un tanto paradójico para quienes acabamos de dejar atrás el terrible siglo XX, con toda su secuela de conflictos devastadores, incluida la prolongada amenaza de una hecatombe nuclear. Pero la mente humana y sus sensaciones no se rigen siempre por mecanismos racionales. Ya nos recordaba Ortega que la racionalidad que preside habitualmente el comportamiento individual, tiende a diluirse en la identidad y los sentimientos colectivos.

No quisiera que de mis palabras se desprenda la impresión de que la preocupación por la seguridad carece de sentido. Sólo quiero resaltar que a veces exageramos o malinterpretamos la verdadera magnitud de los riesgos y amenazas que nos acechan. Pero resulta evidente que unos y otras existen a nuestro alrededor, y algunos de ellos pueden tener consecuencias graves. Incluso ocurre a veces que ignoramos riesgos importantes, mientras concentramos nuestra atención en otros que son poco más que rumores sin fundamento.

Si algo hace falta para encarar el problema de la seguridad es una actitud fría y objetiva, que permita identificar los riesgos realmente preocupantes independientemente de su impacto emocional, y adelantar soluciones realistas y aplicables. Mi objetivo en los próximos minutos es darles mi punto de vista sobre el nuevo paradigma de seguridad, y tratar de apuntar las soluciones que se aplicarán, y que algunas, de hecho, se están aplicando ya, a los problemas de seguridad de las próximas décadas.

Seguridad y percepción

Creo que la equiparación de lo real con la forma en que lo percibimos es una de las señas de identidad de nuestro tiempo. Leía hace poco que mi generación, y me remonto con ello a la era predigital, aprendió a vivir en el cine. El otro día me recordaba esas sensaciones de mi generación, Pilar Miró en un precioso  reportaje sobre ella que emitió “La 2”. Se refería a su relación personal con el cine. Y hay bastante de verdad en ello pues en las dos horas de proyección recibíamos un concentrado de referencias sobre comportamientos, valores, sentimientos y pasiones, que la vida solo nos proporciona a través de una larga experiencia. Hoy podríamos decir que, en gran medida, aprendemos a vivir en un mundo virtual cuyo máximo exponente es Internet. Y en algunos casos se llega al extremo de que llegamos a familiarizarnos en mayor medida con el mundo virtual que con el real.

Esta situación pone en marcha mecanismos que tienen una gran influencia sobre la seguridad, o si se quiere sobre la percepción que tenemos de la seguridad. En primer lugar podríamos mencionar que en ese mundo virtual recibimos tanta información que apenas tenemos tiempo de asimilarla y mucho menos de procesarla, evaluarla y compararla. E, inevitablemente, eso nos lleva a perder con frecuencia la perspectiva.

Tenemos, por ejemplo, la impresión de estar dejando atrás una década de conflictos armados de extraordinaria intensidad, encarnados en Irak y Afganistán. Lógico, pues ambos conflictos han sido cabecera de portada en los medios de comunicación, y tema de debate en los foros virtuales durante muchos años. Pero si hacemos algunos análisis objetivos la perspectiva de esa visión puede variar sensiblemente.

Por ejemplo, puede movernos a reflexión el hecho de que todas las muertes ocurridas en Irak y Afganistán son quizás una décima parte de las sufridas en el Conflicto de los Grandes Lagos en los años 90 del pasado siglo, una inmensa tragedia a la que algunos denominan la Primera Guerra Mundial africana, y cuyos rescoldos aún se avivan a veces, pese a lo cual se le ha dado muy poca difusión mediática. Es este un fenómeno muy habitual en nuestros días.  Pensamos que algo es importante porque aparece en el mundo virtual de los medios de comunicación. Y pensamos que su importancia aumenta o disminuye proporcionalmente a la frecuencia y extensión con la que aparezca.

Evidentemente, esta tendencia tiene importantes consecuencias en la percepción de la seguridad e introduce elementos que tienden a distorsionar la situación real. E incluso, si no se mantiene una actitud de vigilancia, estas percepciones distorsionadas pueden llegar a influir de manera negativa en el planeamiento o la asignación de recursos relacionados con la seguridad.

En la percepción de riesgos y amenazas influye también el hecho de que nuestro nivel de desarrollo nos ha convertido en sociedades temerosas, atentas siempre a cualquier acontecimiento que pueda poner en riesgo cualquiera de los aspectos de nuestra existencia. Tenemos mucho que perder, y por eso hemos desarrollado una actitud casi hipocondriaca ante la seguridad. Tanto que acudimos entre ávidos y alarmados a consumir cualquier información sobre eventuales epidemias, efectos de la contaminación ambiental o alimentaria, desastres naturales, amenazas terroristas o impacto de cuerpos celestes. Y precisamente el interés que mostramos por las noticias que evocan la catástrofe nos garantiza que disfrutaremos de una abundante ración diaria de ellas, respondan o no a amenazas contrastadas.

Pero aún reconociendo la tendencia a la exageración negativa en lo que respecta a nuestra seguridad, hay que decir que, efectivamente, ésta no se encuentra en absoluto exenta de riesgos. Me inclino a pensar que los riesgos y amenazas que nos acechan hoy en día son en general de menor entidad que aquellos que hemos sufrido habitualmente en el último siglo. Pero también hay que decir que son bastante diferentes, hasta el punto de resultar en ocasiones desconcertantes. Y el desconcierto también contribuye a aumentar la alarma.

  • Cambios en el entorno de la seguridad

El cambio del concepto

¿Qué es lo que ha cambiado para que nos asalte de tal manera esta angustia por nuestra seguridad? Han cambiado muchas cosas, algunas espectacularmente, otras menos de lo que se piensa. Trataré de señalar, desde mi personal perspectiva,  algunos cambios esenciales.

El primero afecta al propio concepto de seguridad. Hace medio siglo, apenas se comenzaba a hablar de él en el mundo anglosajón, mientras las naciones atendían simplemente a su defensa. Los riesgos y amenazas se identificaban con ejércitos enemigos en las fronteras, o con flotas cortando las líneas comerciales marítimas. Y la solución era militar. O mejor dicho, la tradicional combinación de acción militar y diplomacia.

El concepto moderno de seguridad nació con una vocación más amplia y más multidisciplinar. Los riesgos y amenazas dejaron de ser exclusivamente militares, y se extendieron al campo económico primero y a ámbitos como el del medio ambiente, las comunicaciones o la protección ante fenómenos naturales después. Y las soluciones para neutralizar esos riesgos también abandonaron la esfera militar, para extenderse a cualquier herramienta estatal o privada útil y disponible. En resumen, la seguridad pasó a ocuparse no solo de la protección de territorios y soberanías, sino de garantizar que los ciudadanos, instituciones y empresas pudiesen desarrollar sus vidas y actividades con normalidad, sin sufrir perturbaciones de agentes externos.

Como consecuencia la seguridad abarca hoy una esfera muy amplia, y se ha convertido en algo tan complejo que exige la coordinación, y a veces la integración, entre diferentes instituciones del estado, así como la colaboración exterior con otros estados y organizaciones internacionales. También se ha convertido en una necesidad muy exigente.

Nuestro ciudadano de hoy en día necesita y exige seguridad en numerosas situaciones. No le basta con que el riesgo de que una fuerza militar extranjera ocupe su país sea extremadamente remoto. Y tampoco con poder salir de su casa con una razonable garantía de que no será asaltado por delincuentes comunes. Ahora quiere además que el estado emprenda acciones específicas si su hogar o su vida se ven amenazados por una catástrofe natural; exige que se intervenga en su ayuda si se ve afectado por un problema de seguridad en sus cada vez más frecuentes desplazamientos al extranjero, y exige también que se tomen medidas para que su salud no se vea afectada por el deterioro medioambiental, o por la propagación de epidemias.

Garantizar una seguridad tan amplia exige de por sí unas estructuras bastante complejas, pero nos encontramos además con que esa complejidad aún se incrementa más por una serie de fenómenos globales que configuran el escenario estratégico actual.

 

La globalización

El fenómeno nuevo por excelencia, que se ha convertido en esperanza de futuro, en simple término de moda o en culpable de todos los males según quién lo nombre, es la globalización. Se ha hablado mucho sobre ella, pero creo que todavía no hemos llegado a comprenderla totalmente, y cada día se empeña en sorprendernos con consecuencias imprevistas, a veces positivas a veces negativas. En lo que respecta a la seguridad gran parte de sus implicaciones son todavía una incógnita. Pero sobre algunas podemos ya extraer útiles lecciones.

Tenemos por ejemplo la interconexión global, y no me refiero exclusivamente a las redes de comunicación internacionales, sino a la vertiginosa rapidez con que todos los acontecimientos que ocurren en el mundo interactúan unos con otros e influyen en nuestras vidas. Tenemos ejemplos en  los atentados del 11 de Septiembre de 2001, o en la quiebra de la financiera Lehman Brothers en 2008, de cómo un acontecimiento dramático expandió rápidas ondas de alarma que cambiaron apreciablemente nuestro mundo en cuestión de días.

Resulta evidente que la inmediatez en las consecuencias de cualquier acontecimiento de importancia en cualquier lugar del mundo exige respuestas también inmediatas. Pero eso resulta difícil, por no decir imposible. Pueden ocurrir tantas cosas en tantos lugares que resulta poco realista pensar en que se pueden tener soluciones automáticas para todas ellas. A la imposibilidad del planeamiento se une la limitación de recursos. No podemos empeñar medios, fondos y personas en la prevención y gestión de todos y cada uno de los riesgos que pudieran afectarnos.

La medida tradicional cuando no se puede atender simultáneamente a todos los riesgos consiste en clasificar estos por prioridades, de forma que se pueda atender al menos a los más probables y peligrosos. Pero esta dinámica clásica también encuentra dificultades de aplicación en el mundo globalizado.

En primer lugar no resulta nada fácil determinar hoy qué es “lo más probable” y tampoco resulta tarea sencilla definir “lo más peligroso”. Hace unos años se aplicaba un criterio de proximidad a este último parámetro, de tal manera que se consideraba más peligroso lo que pudiera ocurrir cerca de nuestras fronteras. Esta regla sigue siendo válida, pero ha perdido su carácter absoluto. No sería descartable que un conflicto en China, por poner un ejemplo de lo que hace unas décadas sería un acontecimiento exótico y lejano, tuviera hoy consecuencias tan negativas para nuestra nación como una crisis en el Mediterráneo.

La interconexión entre todo lo que ocurre en el mundo nos obliga inevitablemente a ampliar el alcance geográfico de nuestras intervenciones. Y esto no se debe a un intento de actitud hegemónica o imperialista, sino sencillamente al hecho de que debemos estar preparados para influir en todo aquello que pueda afectar seriamente a nuestra seguridad. Gran parte de la influencia que podamos proyectar no será militar, sino diplomática o económica. Pero cuando debamos recurrir al despliegue militar, la condición de que sea posible hacerlo en cualquier lugar del mundo puede suponer un esfuerzo titánico en transporte y sostenibilidad.

La globalización también ha cambiado nuestras vidas cotidianas, y nos ha hecho extraordinariamente dependientes de asuntos antes nimios o inimaginables. Una interrupción en las redes de telefonía móvil o fija, por no hablar de un colapso del suministro eléctrico, podría provocar hoy daños de suma importancia en la mayoría de los servicios esenciales de la nación. Gran parte de nuestras comunicaciones dependen de una nutrida red de satélites en el espacio alrededor de la Tierra, que puede verse afectada no ya por la acción humana, sino por simples fenómenos naturales.

Hay que asumir estos riesgos en su justa medida. Y a este respecto siempre recuerdo que, cuando apareció el telégrafo, la mayoría de los estados mayores europeos consideraron inaceptable que sus comunicaciones estratégicas dependiesen de un sistema tan aparentemente vulnerable al corte o la intrusión. Sin embargo, el desarrollo y diversificación de los sistemas de comunicación por cable superó rápidamente la amenaza que representaban los posibles sabotajes. Así pues, es necesario proteger apropiadamente nuestras redes digitales y de distribución de energía, entre otras infraestructuras, pero sin dejarnos llevar por alarmas sin fundamento.

La debilidad de los estados

La globalización está también en cierta medida detrás de uno de los fenómenos más preocupantes para nuestra seguridad. Leía hace unas semanas en un documento estratégico alemán que, así como hace décadas los riesgos para la seguridad procedían de la excesiva fortaleza de determinados estados, hoy en día tienen más que ver con la excesiva debilidad de algunos de ellos.

El término “estado fallido” se ha hecho desgraciadamente muy popular en esta última década, y refleja una realidad creciente. Hay estados relativamente jóvenes que no han sido capaces de construir unas instituciones eficientes, y se han estancado en una situación en la que ni pueden controlar sus territorios, ni proporcionar a sus ciudadanos unos niveles aceptables de seguridad y calidad de vida. Este mismo fenómeno ocurre también en estados más antiguos, que no han sido capaces de adaptar sus estructuras a los nuevos tiempos. Y también se dan casos de estados sencillamente inviables, creados para albergar poblaciones heterogéneas en espacios geográficos baldíos y privados de cualquier recurso utilizable.

La globalización está acelerando indirectamente este preocupante fenómeno, pese a que la mayor facilidad para la comunicación, el comercio y el movimiento de personas y capitales podría ser una tabla de salvación para muchos estados en apuros. Pero el problema es que hay actores no estatales que se han mostrado mucho más hábiles y dinámicos a la hora de beneficiarse de los efectos de la globalización, de tal forma que pueden competir con estados débiles, o a veces sencillamente parasitarlos.

Algunos de estos actores como redes de tráfico de drogas, personas y armas, así como grupos terroristas, resultan muy peligrosos, y su arraigo en zonas que no están adecuadamente controladas por ningún estado se convierte tarde o temprano en un problema internacional de seguridad. Hay que señalar que la situación aún puede agravarse más por la facilidad con la que estas redes organizadas se relacionan con las estructuras sociales tradicionales, como tribus y clanes, que resurgen y se revitalizan según se debilitan las instituciones estatales.

Actualmente hemos sido testigos de cómo la piratería ha crecido con fuerza en el Índico, debido en gran medida a la situación de falta de autoridad estatal que reina en Somalia desde hace dos décadas. Y existe el riesgo de que la situación se agrave si el vecino Yemen termina por hundirse en una espiral de violencia similar. Una situación comparable ocurre en los estados del Sahel africano, siempre al borde del desastre climático, y que tienen pocos medios para evitar el asentamiento de redes de inmigración ilegal y grupos terroristas en su suelo.

Pero el fenómeno no se limita a África. Existe riesgo de que se produzcan estados fallidos en algunas de las repúblicas surgidas de la antigua URSS, en Iberoamérica o en Extremo Oriente. Y no siempre se trata de estados pequeños. En cualquier caso, el debilitamiento de los estados se ha agudizado con la actual crisis económica. Y una de las consecuencias ha sido el inicio de levantamientos y revoluciones contra regímenes desfasados e ineficientes. Estos movimientos pueden arrojar algo de aire fresco sobre estados en crisis, y sentar las bases de mayor estabilidad y prosperidad en el futuro. Pero también pueden ser ahogados en sangre, o terminar en guerras civiles a múltiples bandas que produzcan un enquistamiento de la violencia, y terminen por hundir definitivamente al país en cuestión y esparcir la inestabilidad por toda un área regional.

  • Las soluciones. Colaboración internacional y enfoque integral

Afortunadamente, la globalización también tiene aspectos muy positivos, y uno de ellos es que se ha producido una convergencia de intereses entre casi todos los actores de la escena internacional. En general, todos estamos interesados en que se mantenga una situación de estabilidad y orden que permita un adecuado aprovechamiento de las múltiples posibilidades de este mundo interconectado. Por ese motivo, la actuación coordinada entre diferentes estados y organizaciones internacionales para fomentar la estabilidad resulta cada vez más habitual. En cierta manera esta convergencia de voluntades compensa las dificultades que antes mencione para reaccionar contra cualquier riesgo en cualquier lugar del planeta.

Una de las consecuencias de este clima general de cooperación ha sido que la probabilidad de que se produzcan conflictos convencionales entre estados se ha reducido considerablemente. Y además se ha convertido en marginal la estrategia de disuasión nuclear, tan vigente durante la Guerra Fría. Este escenario permite, por ejemplo, que las fuerzas militares destinadas a tareas de protección de la soberanía nacional en cada estado se reduzcan considerablemente, y que por el contrario aumenten las fuerzas desplegables para tareas de estabilización en el exterior.

Pero, pese a la voluntad internacional de cooperación y a la mayor disponibilidad de fuerzas militares, el reto de controlar la extensión de la inestabilidad y el desgobierno en amplias regiones del mundo resulta formidable.  Sin embargo se trata de un reto en cuyo éxito o fracaso nos jugamos gran parte de nuestra seguridad futura. Si algo ha dejado claro la globalización es que en nuestro mundo ya no caben paraísos aislados, en los que se pueda vivir de espaldas a lo que ocurre en el resto del planeta. La globalización hace que todo se propague a un ritmo acelerado e implacable, tanto la riqueza como la pobreza, la violencia como la solidaridad, la libertad como el fanatismo. Así que, o salimos fuera para estabilizar zonas en crisis y neutralizar riesgos, o unas y otros llegarán inexorablemente hasta la puerta de nuestros hogares.

Multinacionalidad

Uno de las necesidades más evidentes para la gestión de seguridad internacional en esta época es la multinacionalidad. No existe ningún estado, ni siquiera las superpotencias, que pueda afrontar en solitario los múltiples riesgos y amenazas que pueden surgir en este mundo global. Como ya he dicho antes no es que los riesgos sean superiores a los que afrontábamos hace medio siglo, más bien al contrario, pero se han diversificado y entrelazado de tal manera que su neutralización puede agotar a cualquiera.

La multinacionalidad tiene enormes ventajas: multiplica fuerzas, aporta legitimidad, distribuye responsabilidades y favorece la aplicación simultánea de estrategias complementarias. Pero también tiene sus inconvenientes: disparidad de intereses, lentitud en la toma de decisiones y posible falta de coherencia en la acción. En cualquier caso su eficacia es muy variable según el grado de relación previa de los países dispuestos a colaborar, y según cómo se articule la colaboración.

Una organización con experiencia y procedimientos militares contrastados como la OTAN constituye un marco muy adecuado para intervenciones esencialmente militares; pero la Unión Europea puede desempeñarse mejor cuando predominan los aspectos políticos y económicos. Y Naciones Unidas proporciona un marco insuperable en cuanto a legitimidad y experiencia en operaciones con un alto componente humanitario. Por su parte, las coaliciones ad hoc permiten una reacción rápida ante sucesos inesperados, siempre que cuenten con la necesaria legitimidad internacional.

 

Enfoque integral

Como ya he comentado antes, otra de las necesidades cada vez más evidente en la gestión de nuestra seguridad es el enfoque multidisciplinar. En pocas palabras podría decirse que la visión tradicional que equiparaba problema de seguridad a intervención automática de fuerzas militares resulta hoy en día obsoleta. La mayoría de los problemas de seguridad de nuestros días no tienen una solución militar, aunque lo militar es casi siempre parte de la solución. En realidad no necesitamos tanto derrotar a fuerzas y grupos armados hostiles, como construir sociedades estables gobernadas por instituciones viables.

Las fuerzas armadas tenemos un papel importante en este esquema, especialmente cuando se hace necesario actuar sobre zonas en las que reina la violencia. Utilizando una metáfora podríamos decir que nuestra labor consiste en reducir los síntomas de la enfermedad, identificados con la violencia, para que los expertos civiles puedan iniciar el tratamiento que llevará a la curación. De cualquier forma los militares tenemos también nuestro papel en ese tratamiento, integrados en lo que suele llamarse Reforma del Sector de la Seguridad, y que incluye la organización de unas fuerzas armadas locales eficientes, profesionales y respetuosas con la autoridad civil.

La actuación coordinada, e incluso integrada, de fuerzas militares y agencias civiles en operaciones de estabilización se conoce como Comprehensive Approach o Enfoque Integral, y se ha convertido en uno de esos términos de moda en todo debate sobre seguridad y estrategia. No voy a ocultar que, tras la evidente necesidad de su aplicación, y lo atractivo de su denominación, se esconden todavía importantes problemas de índole práctica.

De momento no resulta fácil generar un número suficiente de expertos civiles capaces de desplegar a zonas en conflicto, y se trabaja todavía en establecer los mecanismos para su encuadramiento en una operación. Probablemente la clave para que el concepto pueda funcionar con éxito reside en una aplicación progresiva, comenzando por la coordinación, y la integración en su caso de capacidades civiles y militares en el nivel nacional. Es lo que nuestra directiva de defensa nacional de 2008 denomina “acción única del estado” y se trata de un objetivo realista, pues parece evidente que los estados no debe tener excesivos problemas para integrar la acción de los diversos instrumentos de seguridad de que disponen.

El enfoque integral en el nivel internacional parece un objetivo bastante más complejo de alcanzar, aunque algunas organizaciones como la Unión Europea están trabajando intensamente en ello. La presencia en este nivel de actores muy dispares, desde estados hasta organizaciones internacionales, pasando por las organizaciones no gubernamentales, hace difícil que, de momento, se pueda conseguir algo más sólido que una mera coordinación.

En cualquier caso no hay que olvidar que la eficacia en la integración de esfuerzos civiles y militares pasa primero porque cada parte cumpla con sus objetivos específicos. Las fuerzas militares tienen que proporcionar un cierto nivel de seguridad, porque si no lo hacen resultará complicado aplicar capacidades civiles. A su vez las organizaciones civiles deben liderar una reconstrucción eficiente, que la población local perciba como positiva para sus vidas e intereses, porque si no, la seguridad proporcionada por las fuerzas militares terminará por degradarse. Evidentemente, la acción integrada de unos y otros proporciona una sinergia que permite aumentar los efectos positivos, pero sencillamente no hay sinergia posible sin que cada uno cumpla su parte.

CONCLUSIONES:

En definitiva, y para concluir, vuelvo a mi argumento inicial, los retos que nos plantea nuestra seguridad hoy en día no son superiores a los que experimentábamos décadas atrás, pero en muchos aspectos son retos nuevos, que aún no comprendemos en su totalidad, y para los que tenemos todavía que articular mecanismos de respuesta eficientes. Además, los efectos de la globalización hacen que casi todo aquello de cierta importancia que ocurre en cualquier parte del mundo nos termine afectando de una forma u otra. Y en términos de seguridad eso significa que tanto los riesgos como los escenarios se han diversificado enormemente.

Hoy resulta evidente que los múltiples escenarios de riesgo que componen el panorama estratégico actual, no pueden ser atendidos con iniciativas exclusivamente nacionales, ni siquiera por parte de las superpotencias. La cooperación internacional y la organización de misiones multinacionales, bien encuadradas en organizaciones de seguridad y defensa, bien como resultado de la iniciativa de varias naciones, se han convertido en instrumentos estándar para atender las posibles crisis en la seguridad regional o internacional.

Pero aún tenemos que dar un paso más en el camino hacia la integración de esfuerzos. La mayoría de los escenarios de crisis actuales no materializan una amenaza militar, sino más bien situaciones de desgobierno, conflicto civil o catástrofe humana. Por ese motivo, aunque las fuerzas armadas siguen teniendo un papel esencial a la hora de intervenir en la mayoría de los escenarios, especialmente en aquellos dominados por la violencia, su mera actuación no es suficiente para resolver los problemas de base. Sólo el empleo coordinado de capacidades civiles y militares puede garantizar un enfoque correcto para la resolución de situaciones y conflictos motivados en su mayor parte por causas económicas, culturales y de gobernanza.

En cualquier caso, debemos ser conscientes de que la adaptación a estos  nuevos riesgos, escenarios y tendencias supondrá un notable esfuerzo. En las fuerzas armadas utilizamos el término transformación para referirnos a ese proceso de cambio. No voy a ocultar que se trata de un término indefinido en muchos aspectos, porque el modelo de seguridad en el que debe integrarse la transformación militar está todavía en construcción. Pero hay muchos campos en los que ya se puede trabajar, y en los que estamos trabajando de hecho desde hace años.

Resulta inevitable recordar la experiencia adquirida por nuestras fuerzas armadas en operaciones multinacionales en las últimas décadas.  Hemos desplegado en los lugares más cercanos y en los más remotos, integrándonos en operaciones lideradas por diferentes organizaciones internacionales y afrontando misiones de la más diversa índole e intensidad. También se puede citar la creación y desarrollo de toda una estructura operativa conjunta dirigida desde el Estado Mayor de la Defensa, que nos permite hoy en día el control centralizado de varias operaciones simultáneas.

Somos conscientes de que nos espera un largo camino en muchos aspectos. Pero ya hemos dado los primeros pasos en algunos de ellos. Estamos convencidos de la importancia del trabajo en red, y tratamos de incorporar sus peculiaridades a nuestra doctrina y procedimientos. Estamos planeando y  diseñando instrumentos para la defensa de nuestras redes de mando y control contra ataques cibernéticos. Y también trabajamos activamente para mejorar nuestra capacidad de integración con equipos y agencias civiles, tanto en el nivel nacional como en el de las organizaciones a las que pertenecemos, especialmente la OTAN y la UE.

Y sobre todo nos preocupa la adaptación de nuestro recurso más valioso: las personas. El profesional que necesitamos para el futuro deberá ser capaz de trabajar en un ambiente multinacional, de integrar su acción con la de organizaciones civiles, o de adaptarse tanto a situaciones de combate como de estabilización o ayuda humanitaria. Y eso sólo se consigue con una preparación multidisciplinar, exhaustiva y realista, que intentamos conseguir  con la reforma de nuestros sistemas de enseñanza, actualmente en pleno desarrollo.

En definitiva, nos enfrentamos a nuevos riesgos, escenarios y fenómenos asociados a la seguridad, pero también disponemos de nuevos instrumentos para afrontarlos. La globalización nos desconcierta en ocasiones, pero también nos abre nuevas vías de solución casi cada día. Y aunque la situación internacional puede parecernos preocupante, de momento no vivimos nada comparable a lo que nos tocó vivir en el siglo pasado. Así pues, afrontemos el problema de la seguridad con realismo, conscientes de que se trata de un campo que requiere atención, recursos e ideas; pero evitando injustificados sentimientos de alarma.

Y esto es todo, han sido solamente unas reflexiones personales que pretendía compartir con ustedes, reflexiones evolucionadas y maduradas durante estos casi 3 años como Jefe de Estado Mayor de la Defensa y más de 40 de carrera militar, pero soy consciente también de que desgraciadamente, la radiografía del enfermo no basta para sanarle.

Hay una cita maravillosa de Faulkner, sobre la literatura que puede venir al caso. Decía que su papel era hacer lo que hace una pobre cerilla cuando se la enciende en medio de la noche, en mitad de un campo. No sirve para iluminar nada, sólo sirve para ver un poco mejor cuánta oscuridad hay alrededor.

Yo estoy dispuesto a, dentro de mis limitaciones, responder a sus preguntas, y a escuchar sus reflexiones que estoy convencido de que será la parte más enriquecedora de esta sesión matutina y madrugadora, y seguro también que mucho más lúcidas que las de esta pobre “cerilla”. Muchas gracias por su atención.

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