Periodismo y pedagogía de la diversidad, por Rafael Jorba

Sirvan mis primeras palabras para testimoniales mi agradecimiento profundo: a la Fundación Diario Madrid y a todos ustedes. Confieso que cuando, en nombre del jurado, José-Vicente de Juan y Miguel Ángel Aguilar me comunicaron la concesión de este premio pensé acto seguido en la responsabilidad que conllevaba… En primer lugar porque todos los periodistas que iniciamos nuestra tarea en la transición política sabemos que Diario Madrid fue un fértil árbol de libertad de prensa en el bosque oscuro de la dictadura; un árbol derribado, que no caído, cuya savia profesional seguiría alimentado toda una generación de periodistas de la democracia española. Y, en segundo lugar, porque la nómina de galardonados que me ha precedido, que a decir verdad me supera en saber y experiencia, acrecentaba aún más aquel sentimiento de responsabilidad.

No me quedaba otra salida para responder al galardón que me otorgan que desterrar el doble lenguaje y las medias palabras –la langue de bois que dicen los franceses– para transmitirles desde el periodismo mi visión del oficio en los tiempos presentes. Desde el primer momento, me propuse no dictar un texto de circunstancias, hecho a medida del docto auditorio que nos acompaña, y para ello he retomado y actualizado algunas de las ideas que expuse en mi libro La mirada del otro. Manifiesto por la alteridad (2011), que el jurado menciona al evocar mi trayectoria. Decía entonces, y repito ahora, que el papel del escritor –del periodista, en mi caso– enlaza con aquel deber difícil al que apelara Albert Camus al recibir el Nobel: no debe poner su pluma al servicio de los que hacen la historia, sino de los que la padecen. (La crisis del periodismo no es ajena a este hecho: a menudo no sólo escribimos a favor de los que hacen la historia sino que queremos hacerla nosotros mismos dictando la agenda de lo que debe pasar).

Así, en el centenario del nacimiento de Albert Camus (7 de noviembre de 1913), que también rememoramos, quiero reivindicar su legado periodístico: desde sus inicios en Alger républicain hasta sus crónicas en Combat pasando por sus análisis en L’Express… El autor de El extranjero dejó escrito en L’homme révolté que el hombre rebelde es el “que dice no”, un no que expresa la existencia de una frontera: “Un límite que no debemos traspasar”. También en periodismo.

Quiero recordar que buena parte de mi trabajo periodístico lo he ejercido desde Barcelona, otrora archivo de cortesía, según el elogio cervantino, y hoy como ayer albergue de extranjeros. Porque Barcelona –la capital de Cataluña en la que me formé en la segunda mitad de la década de los setenta– fue “una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron”, como recordó Mario Vargas Llosa en su discurso de aceptación del Nobel. Y aquella Barcelona dio también nombre a una escuela de poesía, con nombres propios como Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo o Gabriel Ferrater… Su espíritu marcó y sigue marcando mi visión poliédrica de las cosas.

Les hablo en la lengua del otro, es decir, en mi otra lengua. Porque, como repito a menudo, del hecho de que el catalán sea la lengua propia de Cataluña no se colige que el castellano sea una lengua impropia o extraña. Forma parte de nuestro acervo común. Esa pluralidad y complejidad lingüísticas son uno de los instrumentos que nos habilitan para administrar mejor la complejidad, a saber, uno de los retos de las sociedades presentes. Interpreto que el premio que hoy recibo va más allá de mi persona, y que es, en justa correspondencia, un reconocimiento hacia todos aquellos periodistas que escribimos también en las “otras lenguas españolas”, en sintonía con el artículo 3 de nuestra Constitución y con la invitación que nos hace su preámbulo a “proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones”. Gracias. Moltes gràcies!

Quiero decirles también que mi catalanidad ha marcado mi oficio de periodista, pero en un sentido inverso del que muchos imaginarían a priori. El hecho de no haber sido siempre respetado en mis señas de identidad ha acrecentado en mí el respeto a la identidad ajena. Es el núcleo de aquel Manifiesto por la alteridad y que se resume en una idea de Emmanuel Lévinas, el filósofo de la alteridad: el futuro son los otros –nosotros con los otros–. Se trata de una reflexión que es previa a cualquier código deontológico y que forma parte de los intangibles sin los que el periodismo puede derivar hacia aguas revueltas. Éste es un riesgo que se acrecienta en los ciclos de crisis económica como el presente: la vieja Europa asiste al resurgir de los populismos, la cerrazón identitaria, los miedos y tics atávicos, la tentación totalitaria y el auge de la demagogia y la xenofobia en su agenda política, social y mediática. Esta tendencia a proyectar en el otro –el vecino, el extranjero, el inmigrante…– nuestros propios miedos y a caricaturizar su rostro fue ya denunciada por Montaigne en sus Essais: “Podemos pues llamarles bárbaros, a la luz de las reglas de la razón, pero no respecto a nosotros mismos, que les superamos en toda suerte de barbarie”.

El respeto de la alteridad –la otredad, en expresión que gusta de utilizar Felipe González– debería desplazar la obsesión identitaria del centro de gravedad del debate político, social y mediático. Así en España como en toda Europa. Sin embargo, la realidad muestra cómo el miedo al otro, al extranjero, al diferente se vislumbra como nuestro primer gran conflicto del siglo XXI, como ha apuntado Tzvetan Todorov, que padeció en sus carnes la fractura de la vieja Europa. Desde esa premisa, se pueden analizar las múltiples derivas en el debate hispano-español y europeo.

Escribí en su día, como ha recordado el jurado, y a manera de un imposible desiderátum, que tarde o temprano debería plantearse en Europa la necesidad de impulsar reformas constitucionales para introducir el concepto de segunda laicidad: de la misma manera que el siglo XIX representó el inicio de la lucha por un marco de laicidad en el que la creencia pasase a formar parte del ámbito privado –con su derecho a la expresión pública derivado de la libertad religiosa y de culto–, el siglo XXI debería permitir que la nación –la nacionalidad– pasase también a formar parte de la esfera privada… La religión salió entonces engrandecida y la nación se vería también fortalecida ahora. Que nadie, aquí o allí, nos obligue a tener que escoger y que todos puedan sentirse lo que les dé la gana, pero que actúen como ciudadanos, es decir, sujetos a un mismo código de derechos y deberes.

Constato que la realidad ha superado mi diagnóstico y reitero, como dije entonces, que el grado de acierto con el que España sea capaz de culminar el debate territorial dará también la justa medida de su capacidad para abordar con éxito los nuevos retos del siglo XXI. Porque una de las asignaturas pendientes de las Españas –también de Catalunya– es la pedagogía de la pluralidad y la diversidad de sentimientos identitarios. Citaré a Ortega para que se me entienda: «No es necesario ni importante que las partes de un todo social coincidan en sus deseos y sus ideas; lo necesario e importante es que conozca cada una, y en cierto modo viva, los de las demás».

Como periodista, me sitúo en la senda de aquellos maestros del oficio que en horas mucho más oscuras que la presente padecieron en sus carnes la fractura de nuestra Pell de brau, el término con el que el poeta Salvador Espriu –el centenario de cuyo nacimiento también celebramos– evocaba nuestra común Sepharad. Quiero revindicar así la reflexión coincidente de un periodista catalán –Agustí Calvet, Gaziel– y de un periodista andaluz afincado en Madrid –Manuel Chaves Nogales. Ambos apostaron en sus análisis por una “tercera España, no combatiente, sino pacificadora y reconstructora”, en palabras de Gaziel desde su exilio interior, y por “una patria de elección, una nueva ciudadanía”, según aquel inasequible deseo de Chaves Nogales en su exilio exterior. Aquella España, pacificadora y reconstructora, empezó a fraguarse en la Constitución de 1978; aquella nueva ciudadanía está en sintonía con la divisa de la non nata Constitución europea –“Unida en la diversidad”. Ambas ideas –la de España y la de Europa– reclaman hoy un nuevo comienzo, desde la política y desde la sociedad; pero también desde el periodismo… La europeidad, la condición de europeo, debería ser el tronco común, la identidad cívica resultante.

Me dispongo así a aportar, desde el periodismo, mi grano de arena a esa tarea colectiva. Reivindico aquellos intangibles previos de los que les hablaba, es decir, los mínimos deontológico sin los cuales no es posible que se desarrolle un sistema mediático de calidad, pieza adicional de una democracia de calidad. Escribí en su día que los medios de comunicación de masas se erigen como modernas catedrales emocionales, en feliz definición de Michel Lacroix, construidas con una argamasa de espectacularización de la información y de culto de la emoción. Se trata de un fenómeno que contamina toda la información y, transversalmente, todos los formatos.

Cabe recordar que todo acto de comunicación, personal o colectivo, representa un proceso de acercamiento al otro. Un diálogo entre la identidad y la alteridad, es decir, aquella identidad del otro de la que les hablaba… Este encuentro puede ser fructífero, fuente de enriquecimiento mutuo, pero también conflictivo, deformador del rostro del otro e, incluso, violento. En los ciclos de crisis socioeconómica como el presente, cuando se atizan los miedos y atavismos, esos riesgos aumentan de forma exponencial.

Evocaré dos metáforas, que tienen un espejo como telón de fondo, para explicarme. La primera es de mi amigo José María Ridao, que me precedió el año pasado como galardonado, y está entresacada de su libro La paz sin excusa. Nos relata cómo el periodista israelí Gabriel Stern, en la guerra de 1948, patrullaba por los corredores desiertos de un viejo hospital, junto a la línea que dividía Jerusalén, cuando de improvisto se encontró de frente con un hombre uniformado y armado con un fusil, en cuya cara adivinó la misma expresión de pánico que debía de manifestarse en la suya: “Fueron unos segundos atroces los que transcurrieron entre que Stern advirtió la inminencia del peligro y el gesto de colocar su propio fusil en posición. Cuando sonó el disparo, su enemigo no se desplomó, sino que su imagen saltó astillada en mil pedazos: Stern había abierto fuego contra sí mismo, reflejado en un espejo”. Una de las moralejas de la historia nos dice que el soldado Stern había disparado contra el enemigo que había construido su miedo al otro… El periodista Stern nunca más volvió a disparar un arma, pero aún hoy hay periodistas y medios de comunicación que disparan, metafóricamente hablando, contra los miedos que reflejan su miedo al otro o los miedos colectivos. Basta recordar las fáciles amalgamas entre delincuencia e inmigración, islam y terrorismo, paro e inmigración, que alimentan la deriva populista, a babor y estribor, con el antieuropeísmo como denominador común… Es el periodismo en tiempos de guerra caliente, al que me refería al sábado (11/V/2013) en un artículo en La Vanguardia.

La segunda metáfora, atribuida a Salvador Espriu, tiene también un espejo como telón de fondo y nos dice que la verdad es un inmenso espejo que al inicio de la creación se quebró en mil pedazos. En consecuencia, la tarea cotidiana del periodista debería consistir en intentar recoger cuantos más pedazos mejor para recomponer el espejo roto y aproximarse a la verdad entera. Sin embargo, a menudo, nuestra tentación es la de saltar sobre los trozos de aquel espejo roto para hacerlo añicos y deformar aún más la imagen resultante.

Esta búsqueda de la verdad debe concretarse en un esfuerzo de veracidad, es decir, aquello que los franceses califican de honnêteté de las informaciones y los británicos con el término de accuracy, a modo de ejercicio de precisión y de exactitud. Es precisamente ese esfuerzo por acercarnos a la verdad aquello que se corresponde con el derecho constitucional “a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión” [articulo 20.1.d) de la Constitución española]. Porque como recuerda a menudo mi amigo Lluís Foix, a quien agradezco su presencia y magisterio, el periodismo no siempre coincide con la verdad, y ilustra esta afirmación con una anécdota: “Me decía el malogrado cardenal Jubany cuando, ya jubilado, reflexionaba tranquilamente en su residencia a los pies de Collserola: ‘Quién no lo sabe todo, no sabe nada’».

Una de las paradojas actuales del periodismo es la inflación de noticias frente a la falta de jerarquización y el déficit de contextualización. La pregunta, en este contexto, es la siguiente: si la gente ya sabe qué pasa porque lo ha escuchado en la radio, lo ha visto en la televisión, lo ha leído en los diarios gratuitos o en internet, ¿cuál es el espacio que le queda a la prensa de calidad o de referencia? Mi respuesta: ir más allá de los qués, aportar otros qués y, sobre todo, ganar la batalla de los porqués (las claves o repères de las noticias: el análisis, los antecedentes, los consecuentes, la prospectiva…).

Entre tanto, debemos tomar nota del creciente peso de la democracia mediática y del dictado de la demoscopia, así en los medios de comunicación como en la esfera política: el peso de los índices de audiencia en el campo audiovisual es el equivalente al de las encuestas en la agenda política. Se impone la dictadura de la audiencia y la emergencia de la llamada democracia de opinión: omnipresencia de los sondeos, obsesión por la comunicación, dictado de la emoción y de todo aquello que es instantáneo en detrimento del análisis. En resumen, todo se quiere inmediato, simple, emotivo y espectacular, en contraste con una realidad social cada vez más compleja.

La mayoría de los expertos coinciden en que una de las tareas del siglo XXI es administrar la complejidad –social, territorial, étnica, religiosa…–, pero paradójicamente los formatos mediáticos con que hacerlo son cada vez más simples –desde los audiovisuales al Twitter. El resultado es que al paulatino incremento de la complejidad social se contrapone una progresiva simplificación de formatos; una dinámica perversa que se traduce en el deterioro de la calidad misma de la democracia. Es uno de los riesgos de las nuevas catedrales emocionales de las que les hablaba –y también de las mezquitas emocionales– y los medios de comunicación de masas, aquí y allí, son sus nuevos arquitectos.

Se desata así una doble dinámica: la de la política, que simplifica sus mensajes, y la del propio formato de los medios, que alimenta esa simplificación. Ante esta deriva no diré qué deben hacer los políticos –los periodistas no tenemos un plus de legitimidad y, por lo tanto, no somos políticos; tampoco jueces ni fiscales–, pero sí aquello que deberíamos hacer los periodistas: no hacer surf sobre la ola y atrevernos a nadar contracorriente. Hay que repetir, y más en épocas de crisis como la presente, que hay valores que no están sometidos al estado de ánimo de la población como, por ejemplo, el rechazo del racismo y la xenofobia, la dignidad de la persona y el respeto de su intimidad… y que se inscriben en las constituciones de igual modo que Ulises pidió que le ataran al palo mayor de su velero para no sucumbir al canto de las sirenas. La democracia exige un debate contradictorio, en tiempo y forma.

Existen, en el periodismo, viejas recetas para frenar esas derivas. Recordaré algunas, en forma de disyuntiva:

Periodismo / anormalidad. En el primer curso de periodismo se nos dijo que «noticia no es cuando un perro muerde a una niña, sino cuando la niña muerde un perro». Se fomenta así una cierta esquizofrenia social: aquello que es normal, cotidiano, no sale en los diarios ni se ve en televisión. Hay que reivindicar, por el contrario, que la vida de cada día –las buenas noticias incluidas– es también materia noticiable.

Periodismo / objetividad. Cuando un periodista les diga que es objetivo, pónganlo inmediatamente en cuarentena. Los periodistas, como cualquier otro ser humano, somos sujetos; no objetos: tenemos sexo, creencias, ideas; hemos nacido en un lugar y no en otro… La información, por consiguiente, no puede ser objetiva, pero sí que debe ser siempre plural. Vuelvo a la imagen de la verdad como espejo roto: el trabajo periodístico consiste en reconstruirlo. Sólo en la medida en que hagamos ese esfuerzo de pluralidad, nos acercaremos a la objetividad. Hay una máxima que nunca debe olvidarse: la objetividad no existe, pero el esfuerzo cotidiano de pluralidad es aquello que más nos acerca a ella.

Periodismo / contaminación. La multiplicación de mensajes se traduce, a menudo, en miseria informativa. Ante esta tendencia hay que apelar al ejercicio de un periodismo cívico, que vaya más allá de los qués, responda a los porqués y sea un instrumento de pluralidad, participación ciudadana y fomento de la civilidad,

Periodismo / opinión. Una vieja máxima del periodismo decía: «Las opiniones son libres; los hechos son sagrados». Hoy, a menudo, invertimos los términos de la oración: «Las opiniones son sagradas y los hechos son libres». Los fast thinkers o pensadores rápidos, en expresión de Pierre Bourdieu, están desplazando a los analistas e intelectuales críticos… Que nadie se lleve a engaño: siempre será más fácil en 59 segundos de televisión o en los 140 caracteres de un tuit abonar un discurso populista que su contrario.

Hasta aquí, en suma, he intentado desde el periodismo ofrecer una visión crítica de la realidad, pero acompañada de alternativas. Hay que empezar por recuperar el significado de las palabras y de los valores de referencia. Por ejemplo, el valor de la información como servicio público, con independencia de la titularidad de los medios, y el papel de los periodistas como profesionales y principales depositarios, que no propietarios, del derecho constitucional de los ciudadanos a recibir y comunicar información veraz. Reitero, desde esta óptica, que una de las tareas de los medios de comunicación es la preservación de la pluralidad y el respeto de la alteridad.

Porque vivimos en sociedades cada vez más complejas en las que está en juego la pervivencia misma del homo sapiens, cuya grandeza, al decir de Steiner, consiste en la consecución de la sabiduría, la creación de la belleza y la búsqueda del conocimiento desinteresado. Este hombre se encuentra hoy en una encrucijada en la que, más temprano que tarde, se encontrará con el rostro del otro hombre… Y los medios de comunicación tienen en sus manos una de las claves del éxito o del fracaso de ese encuentro.

El pluralismo, la cultura del respeto y el conocimiento recíproco son algunas de las asignaturas colectivas que aún no hemos acabado de aprobar, El periodismo puede y debe contribuir a ello. Nos falta pedagogía de la diversidad. El historiador Jaume Vicens Vives, en su Notícia de Catalunya, definía España como una lira, “cuyas cuerdas se armonizan con voluntad y amor”. Ustedes, desde la Fundación Diario Madrid, al concederme este premio de periodismo que trasciende mi persona, han seguido apostando por esta España polifónica en un momento en el que, parafraseando a Vicens Vives, las cuerdas de la lira “son cada vez menores en número y más tensas de afectos”. Gracias por su generosidad.

Permítanme, para acabar, en mi nombre y en el de Mònica, que salude a mi hijo Guillem, que trabaja en Madrid y que ostenta hoy la representación de mis otros dos hijos: Laura, que se encuentra en Rabat, y Pau, que está en Lausana. Ellos representan una nueva generación de europeos que está llamada a desterrar los miedos y a hacer renacer la esperanza.

¡Ojalá que el periodismo éste aún aquí para contarlo!
Gracias, de nuevo. Moltes gràcies.

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