Velázquez esquina Goya

Texto de Luis Carandell publicado en el catálogo de la Exposición "Madrid al paso".

Texto de Luis Carandell publicado en el catálogo de la Exposición «Madrid al paso«.

Este texto es un extracto de la obra de Luis Carandell (Vicepresidente de la Asociación de Periodistas Europeos entre 1986 y 2002), Vivir en Madrid, Editorial Kairós, 1967.

El amanecer en Madrid es un amanecer importante. Es un Velázquez. Los contornos de las iglesias, de los edificios públicos, de las estatuas y de los árboles, cuando se apagan las luces nocturnas, están trazados con pinceladas de un color que sólo Velázquez logró mezclar. Es un color indefinido, a veces claro, a veces oscuro, un color de aire que no es de la naturaleza, un color verde de muerte o azul de muerte, pero de muerte de hace tiempo. Un color de Velázquez.

Si Velázquez hubiera vivido en nuestros días habría podido hacer lo que hacen hoy algunos pintores que han prescindido de coger la paleta y se dedican a firmar directamente la realidad. El pintor se limita a firmar en el suelo con una tiza. Ha habido pintores que han firmado el metro de Lavapiés, la taberna de los gitanos del Rastro, o un ciego vendiendo los iguales. Velázquez podría firmar muchas calles de Madrid; por ejemplo el Paseo del Prado, la Carrera de San Jerónimo, Antonio Maura y Alfonso XII. Y de madrugada podría firmarlas todas. También reconocería como suyas a las innumerables personas que pasean por Madrid con rostro velazqueño.

Pero esto es mucho suponer. Velázquez fue en vida tan antipático e intratable, tan suyo, que difícilmente se decidiría a aparecer en público. Dicen que era muy huraño, que apenas hablaba, y solamente se menciona de él una frase que pronunciño en Italia al ver un lienzo de Rafael Sanzio: «Non me piace niente». Quería que le dejaran pintar. No hay nada de idealismo en su vida. Mientras mezclaba las tierras en el mortero pensaba: «Yo a lo mío». «Ahí me las den todas».

Velázquez pintó el aire corrompido de la grandeza española. Cualquiera, viendo sus telas, habría podido pensar: «Esto está muerto». Pero cuesta mucho trabajo enterrar un cadáver y coger la herramienta. Hizo mucho por su época, trató de explicar lo que pasaba. No lo entendieron entonces. Luego se pusieron a copiarle, se apoderaron de sus verdes, que colgaron en salones y palacios. Damas y caballeros adoptaron la fina elegancia mortal que él inventó. Él debía reírse por dentro. Con motivo de la exposición antológica de Velázquez celebrada hace unos años en el Casón del Buen Retiro, los organizadores mostraron un profundo desconocimiento de la personalidad del pintor al reproducir un supuesto estudio de Velázquez con abundancia de damascos rojos, reclinatorios, cortinas pomposas. Y con una soberbia consola sobre la que colocaron nada menos que una vasija con pinceles. Aquello parecía el despacho de un notario. Velázquez debió tener su estudio en una lóbrega sala de palacio y los botes por el suelo.

Madrid, al amanecer, es de Velázquez. De día es de Goya. La casa de los ricos, los jardines, los paseos, los edificios públicos y los bares elegantes son de Velázquez. El Rastro, los mercados, la Casa de Campo, los domingos, la Puerta del Sol, el Gran San Blas, el metro y las tascas son de Goya.

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