Violetas en un platillo de café: la Hungría de hoy, entre la sensibilidad y el autoritarismo, por Daniel Peral

Protesta contra la nueva legislación laboral del Gobierno de Víktor Orbán, en Budapest, el 21 de diciembre de 2018. (Reuters)

Artículo publicado originalmente en El Confidencial el 4 de Enero de 2019

Hungría es uno de los países más singulares de Europa, y en gran medida un laboratorio para el resto del continente. Difícil decir si es una sociedad en declive o representa nuestro oscuro futuro

Caminas por la orilla del gran río de Europa, que la cruza de oeste a este. Hace frío. El invernal viento centroeuropeo corta las mejillas. Estás en Budapest, la perla del Danubio como la llama Claudio Magris, cerca del Parlamento, ese horrible edificio que parece una gran tarta de boda para parejas con pretensiones. Buscas un café. Hay uno con el río a la derecha y el Parlamento enfrente. El camarero, muy amable, te trae un café. Pero en el platillo viene acompañado por flores de violetas.

¿En qué lugar del mundo puedes encontrar algo así, tan refinado, que da ánimo y luz en los crudos días de invierno? Sí, en una cafetería de la capital de Hungría. Los turcos dejaron el grano tras el cerco de Viena y la ocupación de Buda, la otra parte de la ciudad. Los locales inventaron el café, la cafetería.

Europa nació en un café, decía George Steiner, en un espacio de diálogo, de reflexión, de respeto, un concepto muy alejado de las cervecerías bávaras, donde el hombre del bigotillo pegó sus primeros gritos.

Fuera del café hace frío. Dentro, la gente charla de manera muy educada, muy “europea”, pero apenas se escucha nada, no es como en los lugares meridionales donde todo es bullicio y niños correteando.

El territorio del viejo y glorioso Imperio Austrohúngaro, aquella multiplicidad de pueblos, mantiene su magia. Fue corazón de la cultura a principios del siglo XX, pero implosionó de manera espléndida. Todo lo grandioso sucumbe también de manera impresionante. Pero para los húngaros, como para los austríacos, el Imperio sigue presente, les gusta recordar aquella gran época. Avenidas en Budapest, dos barrios y un puente en la ciudad llevan el nombre de Sissi, que tanto amó a los magiares; al norte, cruzando el Danubio esta el María Valeria, la hija favorita de la Emperatriz, que tiene incluso un busto junto al río. Todo de película decimonónica.

Hungría conserva intacto su enorme atractivo, a pesar de las décadas de ocupación soviética que ha quedado como una amarga experiencia de la Historia. La rica, culta e industrial Europa Central fue vergonzosamente denominada por Occidente como “la Europa del Este” como si fueran entes asiáticos, de más allá de los Urales. Bastante tenían con sobrevivir, aplastados como estaban por la bota estalinista, y resistir las acometidas de los carros de combate lanzados por Moscú en el 53 en Berlín Este, en el 56 aquí, en el 68 en Praga. El filosofo húngaro György Lukács, un marxista que ocupó varios cargos en diversos gobiernos comunistas a lo largo del siglo XX y residió en Moscú, reconocía al final de su vida, un poco tarde, que Stalin no había sido nunca marxista, sino que fue, simplemente, un bárbaro.

Monumentos que lo dicen todo

Cerca de esta cafetería, a un tiro de piedra, al norte del Parlamento, estaba hasta hace unos días, en la Plaza de los Mártires, el monumento a Nagy Imre, el líder de la revuelta antisoviética de 1956. Nagy era un comunista reformista e intentó liberar a su país del yugo soviético. Pero aquella revuelta histórica fue aplastada por las fuerzas de la URSS. Moscú repuso a sus afines en el poder y ejecutó dos años después a Nagy. El pasado 28 de diciembre, de madrugada, en una maniobra que los alemanes denominarían de Noche y Niebla, las grúas enviadas por el Gobierno del autoritario Viktor Orbán se llevaron por los aires la estatua de Nagy y el puente que simbolizaba el paso, la transición, a otro mundo más democrático.

El monumento fue erigido hace veinte años. Pero en 1989, en aquel periodo histórico que llevó a la caída del muro de Berlín, los húngaros fueron los pioneros de los cambios. En mayo habían cortado las alambradas del Telón de Acero, la frontera entre Hungría y Austria, y meses después reivindicaron la memoria del líder antisoviético. La ironía es que el hoy primer ministro autoritario participó en el acto.

Los críticos denuncian que Orbán desea revisar la historia. Quita la figura del líder de la revuelta del 56 porque a su muy fiel aliado, Vladimir Putin, no le gusta que le recuerden el hundimiento de la Unión Soviética, cosa que siempre lamenta. En lugar de la estatua de Nagy se colocará una réplica de la que estuvo allí durante el régimen pronazi de Miklos Hothy. Un elemento más para calificar a Orbán de ultraderechista o filonazi.

Pero el autoritario primer ministro y su partido Fidesz cuentan, tras las elecciones de 2018, con una holgadísima mayoría en el Parlamento, dos tercios de los escaños, gracias a su potente campaña antiinmigración. En las elecciones de 2011 había conseguido también una mayoría de dos tercios en la cámara, suficiente para reformar la Constitución, centralizar el poder, recortar las libertades y reducir el número de escaños del Parlamento a la mitad para hacerlo más favorable a su formación. Esos cambios le valieron una sarta de epítetos: populista de ultraderecha, autoritario, autócrata, Putinista o dictador.

En la bellísima línea uno del metro, la primera del continente europeo, ves que Hungría es un país homogéneo, van húngaros, turistas y estudiantes de Erasmus. No se ven aquí las sociedades multiculturales de otras latitudes. Hay muy pocos extranjeros, asiáticos, latinos, africanos o musulmanes. Orbán no quiere guetos. “Les ha hecho cuadritos”, me decía un joven colombiano que estudia aquí con una beca del gobierno húngaro. Les ha puesto límites, fronteras por todas partes. “No queremos mezclar nuestro corazón, tradiciones y cultura nacional con otros” aseguraba Orbán hace unos meses. Afirmación que para los expertos en la zona tiene viejas resonancias fascistas

Los Orbán de Hungría y los Salvini de Italia, escribe el semanario alemán Die Zeit, tienen éxito porque manejan una “narrativa”, como dicen los anglosajones, cuentan una historia: la de salvar la civilización europea frente a la invasión africano- islámica. Los malos políticos, los débiles, dicen los populistas de derechas, son los que han dejado entrar a millones de migrantes desde 2014. En Hungría, en 2018, apenas han entrado 200. Aquí, habría que recordar, hemos batido récords.

La «dictadura electoral» sobresaliente

La estrategia de las fuerzas en auge en Europa para las elecciones comunes de mayo de este año es convertirlas en un plebiscito sobre la inmigración, sobre la incapacidad de las élites europeas para frenar la entrada masiva de refugiados y la islamización de la eurozona.

El año que acaba de comenzar promete tormentas. Muy cerca de aquí, en Alemania, hay elecciones en tres Estados de la antigua República Democrática, Sajonia, Brandemburgo y Turingia, y la ultraderechista y xenófoba Alternativa para Alemania puede convertirse en la primera fuerza. Eso, en el trigésimo aniversario de la gloriosa caída del Muro. Y en Dinamarca, atentos al movimiento, los socialdemócratas esperan volver al gobierno este año con la promesa de devolver inmediatamente a África a los refugiados que lleguen desde allí.

El drama para la mayoría de Europa, para Bruselas, es que Orbán encabeza las llamadas “dictaduras electorales”. El problema no es que haya dirigentes radicales allá o aquí, sino que la gente, el pueblo les apoye. Orbán utiliza procedimientos democráticos, gana en las elecciones con casi el 50% de los votos, para dirigir un gobierno autoritario. Recomienda a los grupos de prensa privados que no le son afines que se entreguen a un conglomerado dirigido por sus amigos, o se inventa reglas nuevas para cerrar la Universidad Central Europea, pero no por decreto. Así de fácil.

El excelente NYT dedica un artículo a la actual situación política en Hungría en el que critica el cierre de esta Universidad, pero no cita en ningún momento que la C.E.U está financiada por George Soros, el multimillonario judío de origen húngaro que apoya las corrientes liberales en Europa, pero que representa un capitalismo especulativo. Hizo fortuna, recordemos, con el ataque contra la libra esterlina. No representa, pues, una ideología solidaria. Pero ha arremetido contra Orbán por sus políticas ultras y antiinmigración. El financiero asegura que el de Budapest es un Gobierno mafioso. Pero hay ironías, también aquí. La fundación de Soros dio una beca a Orbán para que estudiara Ciencias Políticas en el muy elitista Pembroke College de Oxford, en 1989. Sin comentarios.

Los aliados de primer ministro controlan el Tribunal Constitucional, por lo que Orban no puede ser perseguido por presuntos casos de corrupción, que al parecer hay. Y muchos. Aunque en otra latitudes tampoco podemos estar muy orgullosos de nuestro sistema judicial. ¿O sí?

Los medios estatales, por supuesto, están a favor del gobierno ¿Que hay protestas por la imposición del nuevo sistema laboral, 400 horas extras al año pagaderas en los años siguientes? Pues se da una nota breve y basta. Se cumple con la diversidad de opiniones. Y a los que llegan a la sede la televisión para pedir un tiempo de antena para expresar sus protestas, se les expulsa sin más. Y, además, dice Orbán, todas esas manifestaciones están organizadas por Soros.

La fábrica de coches de Europa

Hay democracia, sí, pero las voces de la oposición quedan apagadas por la mayoría que Fidesz tiene en el Parlamento. La democracia, según el polémico primer ministro, depende solo de las elecciones, no de la separación de poderes. El dirigente magiar insiste en que su sistema de gobierno no es una democracia liberal, pero que es democrático.

Entretanto, la economía va bastante bien. Hungría es el país que más inversiones atrae entre los últimos miembros de la Unión, de aquellos que pertenecían al “Este”. El 4% del PIB viene de Bruselas a pesar de las críticas de los dirigentes comunitarios. El desempleo es apenas de 4%, pero parece que hay truco. Es el doble, dicen los críticos porque los alcaldes, normalmente de Fidesz, dan empleo por días y rebajan la cifra ¿Nos suena de algo, de algún territorio de nuestro querido país?

A pesar de las denuncias que llegan de la Unión Europea contras las políticas del gobierno magiar, marcas alemanas como Mercedes y BMW abrirán nuevas fábricas en Hungría. Desde hace 25 años funciona a todo ritmo la de Audi en Györ, donde se producen esos coches que compramos con pasión como alemanes. Y Suzuki tiene su sede europea en Esztergom.

Cuando tomas el tren desde Budapest para viajar hacia el norte, hacia la frontera con Eslovaquia, ves que en las paradas de las zonas rurales sube y baja gente mayor que es el caldo de cultivo para los nuevos conservadores. Vivieron la Segunda Gran Guerra, la ocupación soviética, las esperanzas tras la caída del Muro y ahora dejan el futuro en manos de los líderes que lo van a solucionar todo. Los jóvenes, las ciudades, son más anti-Orbán. Pero Hungría es una sociedad que envejece. La tasa de natalidad es de las más bajas de Europa y no tiene reposición por la inmigración, pierde población cada año.

Hungría es un país orgulloso de su diferencia, que explota el primer ministro a diario. Formado por tribus magiares que llegaron desde el Asia Central a finales del primer milenio, se unió en torno al catolicismo. Es una isla, con una muy difícil lengua, que fue invadida sucesivamente por todos sus vecinos, otomanos, turcos o germanos. El nacionalismo se expresa en todas las esquinas de Budapest con placas a los héroes, a los músicos, a los poetas, los Liszt, Petöfi, Bartók, Kerstész o Kodály. La lista es interminable. Y ese nacionalismo se duele todavía del Tratado del Trianón de 1920, que les arrebató dos tercios de su territorio, el sur de Eslovaquia o la mitad occidental de Rumanía.

La encrucijada de la Historia

No, no es fácil describir Hungría o Budapest. Sus avenidas monumentales dejan reducidas a maquetas las mejores zonas de Madrid o Barcelona. En esas vías se mezclan las épocas, el viejo esplendor del imperio austrohúngaro, la enorme riqueza, pero también los peores tiempos, los más sórdidos, de la Guerra Fría. Da la sensación de que en cualquier momento, en cualquier esquina, puede aparecer un carruaje con Sissi Emperatriz y su amante, el conde Andrassy a bordo, o un espía con el cuello de la gabardina subido. O, quizá, Orson Welles corriendo, huyendo como en El Tercer Hombre situada en la cercana Viena, o un manifestante del 56, el hombre del año según la revista Time, o el cañón de un carro de combate soviético. Todavía se ven en alguna fachada deteriorada los impactos de los disparos en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial.

Llegas de noche al impresionante cruce de la plaza Octagon, entre la calle dedicada a Sissi y la lujosa Avenida Andrassy, Patrimonio de la Humanidad. Sobre los edificios brillan los anuncios luminosos que simbolizan el presente y el futuro. Son de marcas chinas y coreanas de electrónica. Pero, sobre todo, destaca uno que no insta al consumo, sino que marca el poder: el del Banco de China.

Mientras en esta Europa en lento declive económico y con auge de los autoritarismos, seguimos sumidos en las discusiones sobre nacionalismos, independencias, cambios de tumbas y monumentos, tratando de reescribir el pasado, otros se dedican al futuro.

En estas calles, en estos cruces, ves el paso de la Historia. Cayó el Imperio Austro-Húngaro, cayó el Soviético, decae Occidente. Llegan otros.

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