Tiempo de atrevimiento

Prólogo del Presidente del Gobierno, Felipe González Márquez, al libro Memorias, de Jean Monnet

Coloquio con Felipe González, Pte. del Gobierno

Los demócratas españoles identificaron siempre la lucha por la libertad en nuestra tierra, con la idea de Europa. Como manifestar el Rey Don Juan Carlos, el 12 de junio de 1985, en el acto de la firma de nuestro Tratado de Adhesión a las comunidades europeas, la imagen que Europa representan a los ojos del pueblo español es la de los principios de libertad, igualdad, pluralismo y justicia, que son los mismos que los de la Constitución española.

Hace más de treinta años, todavía bajo el horror de la destrucción y de la muerte, empezaba a gestarse un proyecto capaz de recuperar Europa, no para los años siguientes, sino para las generaciones venideras. Hace ya más de treinta años que, en los más apartados rincones de una Europa en trance de morir asfixiada por sus propias contradicciones y errores, unos hombres cargados de sufrimientos y de experiencia, fuertes en el valor de su razón y apasionados por su amor a la libertad, soñaban en francés y en alemán, en italiano y en neerlandés, en inglés y en castellano – sí, también en nuestra lengua-, soñaban con una Europa unida y libre, próspera y fuerte, sabia en su tradición y joven en su impulso.

Aquellos veteranos llenos de juventud, padres del proyecto europeo, tienen en nuestra memoria un lugar preferente. Porque constituyen un ejemplo, una gran lección y hoy todavía son una fuente de inspiración para todos nosotros. Entre ellos, y junto a los Monnet, Schuman, los Spaak y los Adenauer, estaban ya también los españoles: liberales como Madariaga, socialistas como Prieto, democratacristianos como Giménez Fernández…

No debemos olvidar jamás el infierno del que salían los europeos cuando aquellos hombres acariciaban el sueño realizable de esta Europa: no sólo de esta Europa, pero también de ella. Porque quizá se pensó que las cosas irían más deprisa, que el proceso sería más rápido, más urgente. Sin embargo, fue sobre este sueño sobre el que se empezaron a trazar, por entre las ruinas de la Europa desgarrada, los cimientos de una nueva Europa solidaria.

Han sido unos años largos y difíciles. La Europa de los Seis tuvo que vencer multitud de obstáculos y sortear dificultades muy serias antes de conseguir alcanzar ese punto de no retorno que tienen siempre los grandes proyectos históricos. Más adelante, hubo que aprender a incorporar otros países con tradiciones y estructuras diferentes. El paso de seis a nueve y luego a diez no se hizo sin graves tensiones, y todos sabemos la sabiduría y la paciencia que ha habido que desplegar para que Europa saliera más fuerte y más consolidada. Las sucesivas ampliaciones han venido a darle a la Europa comunitaria un calado histórico y un peso económico y estratégico hacia el Mediterráneo y el Atlántico que se incrementa con la entrada de España y Portugal. Se completa así, por ahora, el mapa de la Europa comunitaria. Hay que encarar la construcción del edificio político, porque no espera más la necesidad que todos tenemos, la sintamos con mayor o menor fuerza, de vivir bajo un techo común, levantado por la voluntad conjugada de todos.

Se ha dicho muchas veces que la historia de Europa no puede concebirse sin España. Y es que la historia y la cultura españolas constituyen pieza importante de la identidad europea.

Por ello, los españoles llegan a la Comunidad Europea resueltos a manifestar el espíritu más abierto para el encauzamiento y la solución de nuestros problemas comunes. Este espíritu, si se me permite la expresión, no contaminado todavía por las querellas burocráticas o técnicas de las instituciones, puede ser muy sensible a las reformas inaplazables de la Comunidad Europea. Ojala sea, como se ha dicho por algunos responsables europeos, una brisa de aire fresco para el a veces enrarecido ambiente comunitario.

A una Europa que queremos fuerte y abierta a las realidades del mundo, los españoles aportamos también la dimensión de siglos de historia y de cultura compartidas con el mundo iberoamericano que se han convertido por ello en seña de identidad propia.

Llegamos a la Europa comunitaria plenamente conscientes de que hemos hecho un viaje sin retorno y con el convencimiento de que el futuro de esa Comunidad a la que deseamos contribuir es indisociable de nuestro propio futuro. Compartimos, por tano, los destinos de Europa, las oportunidades y los riesgos que a partir de ahora van a ser también nuestros.

Algunos han dicho que una Comunidad de doce será más difícil de gestionar que una Comunidad de diez. Se corre el riesgo, manifiestan los más pesimistas, de paralizar el mecanismo, cuando no de hacerlo estallar. No me parece un diagnóstico irrelevante. Creo que merece seria reflexión. Porque, sin duda, aumenta la complejidad de las cuestiones a resolver, aumenta el número de decisiones a tomar, aumenta la necesidad de evitar ciertas disfunciones que con la ampliación a doce pueden ser más frecuentes o más graves.

Por otra parte, el mecanismo de gestión estará obligado a ser más ágil y eficiente, y, por lo mismo, más necesitado de impulso político y de control democrático. Si no se dota a la Comunidad de instrumentos políticos capaces e asumir esa demanda de decisiones y esa exigencia de control, si no se refuerza el poder político de los órganos ejecutivos y correlativamente no se extienden los poderes del Parlamento europeo, ciertamente la Comunidad puede haber llegado a un crecimiento difícil de digerir por la simple vía de la adición burocrática.

Pero es que hay más. Durante los años pasados, la idea, el desafío europeo ha venido perdiendo impulso, ha venido siendo poco a poco apagado por la máquina administrativa, incluso por lo cotidiano de los avances, por el propio éxito, si se quiere, del proceso comunitario.

Pocos europeos se acuerdan hoy de la Europa previa a la Comunidad. Pero no es difícil hacer un esfuerzo de imaginación y pensar dónde estaría la agricultura francesa o la ganadería holandesa, el diseño industrial italiano o la electrónica alemana si se hubiesen tenido que desarrollar en una Europa erizada de aranceles aduaneros, vulnerable –por dividida- a todas las tentaciones insolidarias. Hoy, la primera potencia comercial del mundo podría no ser más que un ramillete de viejas naciones empobrecidas, triste imagen de una gran familia venida a menos, habitando viejas mansiones inhóspitas.

Hoy, esa Comunidad económica, tan poco propicia a provocar entusiasmo, tan poco inspiradora de ideales ni de voluntades colectivas, esa realidad comercial que se trivializa, ha hecho sin embargo posible la práctica inexistencia de fronteras en su interior, su autosuficiencia agro-alimentaria, un poderío industrial innegable, una capacidad económica y comercial sin igual en el mundo.

Y yo entiendo que eso no provoque en casi nadie grandes entusiasmos. La vida cotidiana, confortable y relativamente segura que se vive en la Europa Occidental es algo que se asume como un hecho natural, sin que sorprenda a nadie que, en este rincón del planeta, algo más del cinco por ciento de la humanidad viva en libertad, se alimente incluso en exceso, duerma en algo más que relativa seguridad, se vea protegida por una justicia en general ecuánime y diligente, y encuentre satisfacción cultural abundante, variada y poco costosa. Una vida así sólo provoca pasión en quien no goza de ella. Europa padece con frecuencia hastío de su confort. Y eso en medio de esta profunda crisis a través de la cual estamos pasando de la sociedad industrial o postindustrial a la sociedad cibernética.

La revolución tecnológica, cuyos focos principales se sitúan en Japón y en Estados Unidos, nos está encontrando en Europa lentos en la reacción, perezosos en el empeño. Yo entiendo, hasta cierto punto, el escaso dinamismo de algunos sectores europeos, y la desilusión juvenil en Europa. Lo entiendo, pero no lo comparto. No es razón suficiente ni el confort ni quizá el pecado generacional de no haber sabido transmitir la fuerza de un proyecto como el de Europa a los jóvenes europeos que han ido surgiendo después de los años sesenta. Y no lo comparto porque nos jugamos mucho ahora, porque toda la Europa Occidental está viviendo ahora los años decisivos: o bien se incorpora a la revolución que está en marcha, o, pese a sus esfuerzos de lustros, acabará pareciéndose al final a aquella imagen de la gran familia de pueblos venida a menos a que me refería antes.

Decía Madariaga: “Hay que pensar en Europa antes de hacerla.” Sin duda, esa reflexión se refería a una época en que el sosiego y la serenidad no habían sido arrasados por el frenesí de la vida actual. Hoy, nos guste o no, estamos condenados a hacer Europa mientras la pensamos. No podemos aplazar la acción, a la espera de que surjan brillantes ideas para mover los engranajes.

Sin embargo, el imperativo de la acción no debe llevarnos a un impulso ciego. Necesitamos un ideal, una utopía realizable. Por muy contradictorio que parezca. Sobre esta base, podemos afrontar los tres grandes retos: el reto político, el reto socioeconómico y el reto tecnológico-cultural.

Si queremos avanzar en la vía de la integración política, es preciso en primer lugar superar la falsa contraposición entre interés nacional e interés comunitario. No podemos dar la razón a los que afirman que el nacionalismo es realista, frente al idealismo de la integración.

Es cierto que hoy el Estado nacional se ha hecho demasiado pequeño para ciertas funciones y al mismo tiempo demasiado grande para otras, como el síntoma de una doble crisis del Estado-nación: crisis de supranacionalidad, de intranacionalidad. Aunque aún nos neguemos a verla, la solución no es el renacimiento de nacionalismos sentimentales y trasnochados. Decía Henri Brugmans, figura ilustre del europeísmo, que “el nacionalismo quisiera exigir sacrificios a los demás, negándose a hacerlos él”. No es, por tanto, un nacionalismo corto de miras el camino adecuado para la construcción de Europa.

Si queremos avanzar, hay que hacerlo con la conciencia clara de que la Europa comunitaria, y más aún la unión europea del futuro, supone un ejercicio en común de nuestras soberanías nacionales. En cualquier caso, la plena integración sólo será posible cuando todos los europeos estén penetrados de la idea de que los auténticos intereses nacionales se identifican con el interés comunitario, porque a estas alturas ya no caben soluciones aisladas.

Para mí, como español, siglo y medio de hipernacionalismo, de hiperproteccionismo, sólo han provocado aislamiento político y tendencias autoritarias, retraso económico y ensimismamiento. Esto explica nuestra voluntad de encontrar soluciones comunes y compartidas que nos alejen definitivamente de los viejos demonios del pasado.

Los problemas que actualmente aquejan a la Comunidad están en la mente de todos: el Consejo Europeo de Milán los puso en evidencia.

La ampliación tiene la virtud de hacer aflorar problemas existentes y de plantear descarnadamente la necesidad de dar un salto cualitativo en la construcción europea. Como he dicho ya en ocasiones anteriores, España no es ni será obstáculo en el camino de la integración comunitaria. España está dispuesta a avanzar hasta donde se quiera avanzar y con los que quieran avanzar, planteándose como meta la unión europea. No como simple quimera, sino como objetivo necesario para nuestro propio futuro, el de cada uno de los Estados miembros.

Para nosotros, este empeño obligará a realizar en nuestro país un enorme esfuerzo de modernización de nuestras estructuras, que supone un sacrificio mayor que el que en su día hubieron de realizar los Estados miembros actuales. Pero lo haremos con el convencimiento de que lo exige nuestro propio futuro, así como nuestra pertenencia a la Comunidad. Y por ello confiamos que ésta sabrá también responder con la indispensable solidaridad política y económica, sin imponer condiciones suplementarias inasumibles para nuestro sistema socioeconómico.

Con esta convicción, apoyamos las iniciativas en curso para perfeccionar el funcionamiento institucional, teniendo muy presente la necesidad de profundizar en la eficacia, y a la vez en la democratización de nuestras instituciones. Es esencial lograr una agilización de los mecanismos de decisión en el Consejo, mediante un uso más frecuente de la mayoría simple o cualificada.

Es preciso también revisar el papel de la Comisión a la luz de los tratados fundacionales, reforzando su capacidad ejecutiva y sus facultades de gestión. No parece económicamente rentable ni políticamente deseable el que la Comisión se deslice hacia la expresión de la opinión exclusivamente técnica y burocratizada. No era su papel, ni tiene por qué serlo.

Finalmente, hay que conceder mayor protagonismo al Parlamento europeo, cuya elección directa por sufragio universal es uno de los símbolos de la democracia europea. Todos conocemos las dificultades que existen para profundizar en esta vía, al no existir una correspondencia política entre la composición del Parlamente europeo y la de los ejecutivos comunitarios. A pesar de ello, con imaginación y voluntad política, pueden y deben hallarse fórmulas satisfactorias.

Estoy igualmente convencido que es preciso que la comunidad avance en el terreno de la cooperación política y así lo hemos manifestado ya en la Conferencia Intergubernamental convocada por decisión del mismo Consejo Europeo de Milán. Precisamos de una sistematización y ordenación de la cooperación política que conduzca a una creciente coordinación de la política exterior de los Doce, llegando tan lejos como se pueda llegar, incluyendo las materias de seguridad y defensa.

Hace falta un foro exclusivamente europeo donde tratar las cuestiones de seguridad que afectan sólo a los europeos. Un foro europeo en el que el diseño de la política exterior esté inspirado en las grandes líneas del Derecho Internacional nacido en nuestro continente y hoy permanentemente amenazado por una espiral de violencia que puede conducirnos en los tratados, pero nunca emprendidos realmente.

Por otra, la Comunidad debe ampliar el marco de sus actividades con la asunción de competencias en materia de medio ambiente, investigación científica y tecnológica, y otras que puedan ser necesarias para potenciar su cohesión interna y su papel al servicio de los ciudadanos y los pueblos europeos.

Parece necesario que la Europa democrática comunitaria, cargada de tradiciones culturales y de progresos históricos, se esfuerce ahora en la búsqueda de un nuevo modelo de desarrollo socioeconómico, distinto del de los Estados Unidos y del Japón. Podemos incorporar elementos positivos de los dos, siempre que sean asumibles por la mentalidad y los hábitos sociales europeos.

Pese a los esfuerzos de unos y otros, subsisten en nuestras sociedades grandes desigualdades; permanecen sistemas de dominación por parte de grupos poderosos; el desempleo se ha adueñado de un amplio sector de la población, y sobre todo de las generaciones más jóvenes; la calidad de vida y las condiciones del medio ambiente no mejoran como sería de desear. Todo ello nos señala la imperiosa necesidad de acceder a un nuevo modelo económico más eficaz y a la vez más equitativo, que nos permita superar el retraso que vamos acumulando frente a otras áreas del mundo.

Ese modelo únicamente podrá alcanzarse en un marco europeo. Sólo la integración posibilitará nuestro progreso, y sólo el progreso hará posible la unión europea.

La vía europea hacia el desarrollo económico debe apuntar hacia una nueva concertación social, hacia un sistema en el que la libertad y la flexibilidad empresariales estén complementadas adecuadamente por formas de participación progresiva de los trabajadores en los procesos de decisión.

La Comunidad debe hacer un esfuerzo de imaginación para aportar fórmulas aceptables para los agentes de la vida económica con sacrificios razonables para todos. Los defectos reales de nuestro sistema, los peligros que se ciernen sobre el entramado europeo, nos obligan a democratizar nuestra economía, que quizá no ha sido adaptada suficientemente a la democracia política.

Si no somos capaces de estimular a los jóvenes, abriéndoles caminos y horizontes en el ámbito laboral, si no somos capaces de levantar para ellos sistemas económicamente racionales y modelos de convivencia social de dimensión humana, corremos el riesgo de empujarles a los peligrosos caminos de la indiferencia y la marginación.

El tercer y último desafío que se nos plantea es el de la cultural y la tecnología. Cultura, en sentido amplio, como promoción de todos lo valores inherentes a la persona humana, y no como exclusiva acumulación del saber tradicional. Cultura para el progreso colectivo, que suponga la eficaz protección de los derechos humanos, exigiéndonos el máximo a nosotros mismos, esforzándonos por erradicar esos brotes bochornosos de xenofobia o de racismo.

Una verdadera cultura, de promoción integral, que precisa de una acción coordinada. Para ello, la Comunidad debe colaborar con otros países europeos y con otras instituciones, como el Consejo de Europa, que vienen realizando importantes esfuerzos tanto en el ámbito educativo como en el cultural.

Todas aquellas instituciones que promueven los valores culturas y, por ello, el acercamiento de los pueblos de Europa, deben contar con nuestro apoyo, porque en definitiva contribuyen a los valores de la democracia, del pluralismo, de la libertad y de la justicia, que son, todos los sabemos, los valores de Europa por excelencia.

Nos hallamos ante una situación incierta y a veces dramática, porque intuimos el futuro que se avecina pero nadie se atreve a concretarlo exactamente. Nuestra sociedad occidental va a conocer profundas transformaciones y lo que sí se ve con claridad es que la revolución tecnológica impondrá una nueva división del mundo entre aquellas sociedades que sean capaces de asumir plenamente la modernidad y las que queden desenganchadas de ese proceso. Pero aún para aquellas que la alcancen, no es posible predecir las consecuencias.

La Europa de la tecnología y de la ciencia es una necesidad inaplazable, para orientar correctamente esa transformación de nuestras sociedades. Nuestra idea de ese futuro tecnológico comprende el desarrollo integral de la sociedad, en el que los avances de al industria y de la investigación redunden en un esfuerzo de solidaridad, haciendo más humanas las tareas de los hombres y ofreciendo mayor calidad a la vida cotidiana de los europeos.

Esos son, a mi juicio, los retos del presente y del futuro, que los españoles estamos dispuestos a compartir con los demás ciudadanos de la Comunidad Europea. Creo que es una responsabilidad histórica, a la altura de la que asumieron los fundadores de la Europa comunitaria al término de la segunda guerra mundial.

El propio Jean Monnet decía: “Cuando una idea corresponde a la necesidad de la época, deja de pertenecer a los hombres que la han inventado y se hace más fuerte que aquellos que la tienen a su cargo.”

Esa necesidad del momento empuja a los españoles. Venimos a la Comunidad a construir entre todos un futuro de libertad y progreso para una Europa unida. Los españoles tenemos todavía recientes las heridas que dejan la falta de libertad y ello nos impulsa a poner el mayor empeño en hacer de Europa un lugar seguro, tanto más seguro cuanto más libre. En ese compromiso de construcción política de Europa en la libertad, la igualdad y la justicia, y de salvaguardia de sus seguridad, los españoles asumiremos con decisión y con sentido de la responsabilidad la tarea que nos corresponda.

Los españoles llegamos a una Comunidad ya muy establecida, muy trabada en el ámbito económico. La gestión agrícola, industrial y sobre todo comercial de la Europa comunitaria puede calificarse de bastante efectiva. Y no olvido las dificultades y las frustraciones que son, como decía hace poro el Presidente de la Comisión, Jacques Delors, en Madrid, “les petits malherus qui font le bonheur”.

Los españoles llegamos a la Comunidad en el centro de una profunda crisis, que está haciendo cambiar los hábitos políticos y los modos de producción en el mundo entero. Es una crisis dolorosa y larga, pero tiene que ser una crisis fértil, como lo han sido todas las verdaderas crisis en la historia. Es el momento de aplicar la reflexión y la imaginación, es el momento de la idea, es el tiempo de la creación y del atrevimiento, es el tiempo de eliminar lo que es caduco y dar la bienvenida a lo que nace. Es el tiempo de la juventud.

El propósito de los españoles es el de aportar nuestra confianza y nuestra esperanza a la Europa de hoy, para que entre todos hagamos posible la Europa de mañana. Tenemos el tiempo y la experiencia a nuestro lado, tenemos el conocimiento y los medios. Tengamos, pues, la voluntad, tengamos todos el propósito de hacer de Europa ese motor, esa fuerza capaz de alterar la historia de la liberación del hombre.

Decía aquel gran europeísta que fue Paul Henri Spaak: “La realidad de mañana es tan importante como la de hoy y el que no sueña nunca no construirá nada que sea verdaderamente importante. Si los europeos de ayer hubieran sido sólo realistas, nada de lo que hoy constituye la Europa de mañana existiría.”

A esta exacta visión de Spaak, yo me permitiría añadir aquí: si los demócratas españoles en el exilio o en la clandestinidad durante la dictadura no hubieran soñado; si los españoles – desde el Rey al más humilde ciudadano- no hubieran soñado durante la transición política con un sistema democrático de convivencia; si el pueblo español en su inmensa mayoría no hubiese manifestado su fe y su esperanza en el futuro de España en Europa; si nadie hubiese soñado, este encuentro feliz de España y Europa no hubiese tenido lugar.

Nuestro futuro común no existe todavía, pero sí nuestro presente. Y sobre este presente vivo y esperanzado hemos de edificar conjuntamente el mañana de Europa.

Felipe González Márquez

Presidente del Gobierno

Prólogo al libro Memorias, de Jean Monnet

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