Majestades, autoridades, amigas y amigos: vivimos tiempos convulsos en los que todo aquello que creíamos asentado tiembla, se tambalea, incluso se desmorona. También ocurre con el periodismo. Y ocurre cuando el periodismo es, no me cabe ninguna duda, más necesario que nunca. Un periodismo que esté al servicio de la gente, no un periodismo convertido en propaganda o en coartada de intereses particulares. Un periodismo que se pregunté el por qué de lo que sucede, que trate de entenderlo y de transmitir las claves para interpretarlo; no un periodismo portavoz de falsedades y mentiras en beneficio de unos pocos.
Llevo más de 40 años deambulando por el mundo, tratando de acercarme a aquellos rincones, a veces lejanos , a veces de una dolorosa proximidad, porque no sabría ejercer el periodismo de otra manera, sino embarrando mis botas, empapando de sudor o de lluvia mi chaleco, ensuciando mi micrófono, acercándome al lugar donde la información acontece, intentando que ese mundo, al que mencionaba en el título de su novela Ciro Alegría, no sea tan ancho y, sobre todo, sobre todo, que no me sea ajeno. Mi forma de ejercer el periodismo es la del reportero que viaja, que se mezcla con la gente, que recorre los frentes bélicos pero también los mercados y los suburbios de las ciudades: los espacios en los que palpita la vida y también, también donde a menudo se enseñorea la muerte.
Hace más de 40 años que inicié esta aventura del periodismo, hace más de 40 años que me asomé a mi primera guerra y comencé a ejercer un oficio que, como en el sentido antiguo de esta palabra, solo concibo realizar de una manera artesanal, trabajando con dedicación, con atención por los detalles, con mimo por la materia prima. Porque la materia prima de un periodista que recorre el mundo, mi materia prima, siempre es delicada: son los seres humanos, sus venturas y desventuras, sus sentimientos y sufrimientos, y sobre todo, en tantos conflictos y catástrofes, su condición de víctimas.
No puedo, tras haber visto lo que he visto, escuchado lo que he escuchado, narrado lo que he narrado, no puedo ni quiero entender mi trabajo como periodista, como reportero, sin un compromiso con las verdaderas víctimas.
A lo largo de estas más de 4 décadas he caminado junto a filas interminables de refugiados, hambrientos, desconcertados, preguntándose por qué, sin entender que su único error ha sido nacer en el lugar equivocado en el momento inapropiado; sin poder discernir o sin saber qué elegir: si la muerte rápida de un bombardeo o la muerte lenta que inflige el abandono en campamentos olvidados.
Ha observado a niños traumatizados, aterrorizados ante su vulnerabilidad; niños huérfanos de padres y huérfanos de calor; niños mutilados, con la infancia amputada.
He hablado con mujeres violadas, con la mente y el cuerpo heridos, porque en su vesania muchos hombres utilizan el cuerpo de las mujeres como arma y botín de guerra.
He conversado con jóvenes frustrados por la impotencia de no poder aspirar a un porvenir más allá del círculo de violencia al que se ven condenados.
He escuchado el lamento de ancianos que susurran con enorme cansancio en su semblante que para vivir lo vivido mejor haber dejado de vivir a tiempo.
Lo he dicho en otras ocasiones. Desde hace muchos años llevo conmigo el acre olor de la muerte. En hospitales como los de Kabul o Bagdad o Kramatorsk o Beirut o Gaza; en mercados como el de Sarajevo, en campos de refugiados como los de Sabra o Chatila o Jenin, en ríos como el Sompul o el Eúfrates o el San Juan, en selvas como el Caguán, en volcanes como el Atitlán, en montañas como las del Hindu Kush… la geografía de la muerte es tan extensa que resulta inabarcable
Y aún así uno sabe, uno tiene que reconocer que es un privilegiado. Porque a diferencia de las víctimas, uno tiene siempre o casi siempre, una habitación en la que guarecerse, una ducha con agua caliente, si no ese día, si no esa noche, siempre al cabo de varios días, de varias noches. Y lo que uno tiene siempre es un billete de vuelta a su hogar, a su paraíso particular.
Llegados a este punto no puedo dejar de mencionarlo: me duele Gaza. Todo eso que les he explicado se ha reproducido en Gaza de manera exponencial en los últimos dos años. No ha habido, en nuestra generación, un conflicto, una guerra en la que todos los elementos de la barbarie hayan confluido con tanta deshumanización como en la guerra de Israel contra Gaza.
Sí, Majestad, ha sido y es, como dijo en la ONU: un “brutal e inaceptable sufrimiento” ante el que «no podemos guardar silencio, ni mirar hacia otro lado, ante la devastación… ante tantas muertes entre la población civil o ante la hambruna y el desplazamiento forzoso de cientos de miles de personas”.
Como ejemplo de que no ha habido nada similar en nuestra generación están los más de 250 periodistas gazatíes asesinados por haber tenido el valor, la osadía, de denunciar esa guerra. Ellos han sido nuestros ojos y nuestras voces durante los últimos dos años en aquella estrecha franja sometida desde hace décadas al aislamiento, convertido en la práctica en un campo de concentración. Y sin ellos nos hemos quedado huérfanos, sin luz, sin taquígrafos, a oscuras…
Seguir con vida es para algunos reporteros también un privilegio, que a veces se ejerce con cierta sensación de culpa del superviviente por haberse salvado. Algo que nos ocurre y no puedo dejar de mencionarlo, también con una sensación de cierta orfandad, ante la ausencia de otros compañeros y amigos que se han quedado en el camino. Juantxo Rodríguez, Miguel Gil, Julio Fuentes, Julio Anguita Parrado, José Couso, Ricardo Ortega, David Beriáin, Roberto Fraile… Este premio, este oficio, va por todos ellos.
Un premio que agradezco profundamente, del que, y no es falsa modestia, no sé si estoy a altura: ya lo he dicho, yo soy un reportero, un vagamundo del periodismo, no una figura del perfil de quienes integran la nómina del premio Francisco Cerecedo. Así que no puede sino estar profundamente agradecido al Jurado, integrado también por compañeros, por haberme otorgado el privilegio de incorporarme a esa ilustre lista.
Yo inicié mi aventura profesional como Free Lance. Desde el año 1988 vinculado ya a RNE y a RTVE. Un medio público al que siempre he reivindicado y sigo reivindicando. Un medio que está y debe estar siempre al servicio de los ciudadanos, un medio que me ha permitido pulular por este mundo nuestro tratando de entenderlo y de narrarlo, ejerciendo un importantísimo servicio público, hoy, una vez más, especialmente necesario ante el creciente reino de las medias verdades y las mentiras.
Y para poder hacerlo, para poder llegar hasta aquí, ya no solo como periodista sino como ser humano, ha sido y sigue siendo imprescindible la comprensión y el apoyo, el respaldo sin fisuras de mi familia, de mi mujer, de mis hijos, de mis hermanas, y de algunos amigos. Sin ellos yo hoy sería otra persona y no creo que mejor persona porque ellos me han hecho ser mejor de lo que era o habría llegado a ser.
Muchas gracias.



