Discurso de Eduardo Haro Tecglen en la entrega del IX Premio de Periodismo «Francisco Cerecedo»

SAR el Príncipe Felipe y Eduardo Haro Tecglen durante la ceremonia

Quienes mejor me conocéis sabéis que mi verdadera vocación ha sido siempre la de hombre invisible. No ser ni visto ni oído y, si hubiese sido posible, dentro de mis escasas necesidades de supervivencia, tampoco leído. Creo que lo menos malo que he escrito en mi vida ha sido sin firma, quizá con la malignidad de que las posibles responsabilidades incumbieran a otros, alguno de los cuales está por aquí esta noche. Me ha extrañado siempre este instinto mío y, a veces, he tratado de saber a qué obedece ese serio afán por pasar inadvertido; puede que por las clandestinidades de todas clases que he tenido que pasar, incluyendo las más peligrosas de todas, que me parece que son, o fueron, las de las novias prohibidas. A lo mejor solo por la incomodidad de ser demasiado alto en un país de tallas generalmente mucho más moderadas y contenidas. Mejorando lo presente. Puede que fuera por miedo: el del hijo del rojo en la larga posguerra, o el del rojo mismo en régimen adverso y carcelario. O en otro régimen desdeñoso. Quizá por eso ahora, cuando ya estoy un poco fuera de los puntos de mira, me permito a veces ser un poco deslenguado y resisto con la impavidez que puedo incluso estar aquí, mirado y escuchado, aunque sea por vuestra benevolencia. Los que me conocéis, empecé a decir, sabéis por lo tanto, que lo paso mal, con luz y micrófonos, ampliado, enorme y torpe.

He tenido muchas razones para, digamos, hacerme visible ahora. Una es el nombre de Francisco Cerecedo, que todos los años se evoca y que ahora se une al mío de esta forma.

Tuvimos muchos puntos de contacto: le leía, le reconocía como a uno de los nuestros, de esta profesión enormemente rara y no siempre bien tratada, y como a un símbolo de una generación que emergía tras de nosotros. Menos silenciosa, menos necesitada de invisibilidad. Tuve también un contacto físico, de buena vecindad: en el ascensor, en el portal, donde nos asustamos juntos de algunas cosas que ocurrían en la crónica terrible de España que precedió a su desaparición; y comentamos otras esperanzadoras que empezaban a nacer, y que en gran parte han dado su fruto: si no a nuestra entera medida es porque supongo que nunca pasan las cosas a la medida de los demasiado esperanzados. Estoy diciendo que vivíamos en la misma casa Cerecedo, el querido y divertido Tono, y yo. Cuando murió Tono, después de Cuco, uno de los conserjes se acercó, realmente preocupado y me dijo: «Ya no queda más que usted».

Quedo poco; he quedado para ir recibiendo otras visitas tremendas de la muerte de personas sin cuya presencia, aquí, vale menos este honor; he quedado para este Premio, y tengo que referirme ahora a otra ausencia por la visita muy dura de la muerte: la que alcanzó a Juan García Hortelano, miembro del jurado de amigos que me concedió este premio. Aunque parezca un rasgo de vanidad recuerdo ahora la última carta de Hortelano: antes de que yo le agradeciese su voto, recibí unas letras suyas, desde su enfermedad, dándome a mí las gracias por haberle dado ocasión de ser uno de los que me eligieron, aunque tuvo que hacer su votación no sé si por teléfono o por carta porque ya no podía salir de casa. No salió nunca más. Lo cuento para recoger este último rasgo de su semblanza de hombre bueno, de hombre modesto, de gran talento, que también fue, en gran medida, invisible. Hasta quiso ocultarnos que se estaba muriendo, y hablaba de una fastidiosa bronquitis o de un mal efecto de la cortisona. Hombre invisible, y no solo por su sencillez sino porque también pertenecía a la generación un poco callada, un poco sin reconocimientos oficiales, sobre la que no quiso arrojar la opacidad. Mejor, digo yo ahora, porque hemos tenido otras recompensas como esta que estoy recibiendo yo ahora con vuestra presencia.

He dicho antes que me concedió este premio un jurado de amigos, y no solo no me arrepiento de haberlo precisado así sino que me enorgullece; y además trato de defender la amistad como valor, como cohesión, como unidad de propósitos y elaboración conjunta de algo: la amistad a la que ahora se está maltratando con el nombre peyorativo de «amiguismo», y que a mí me parece uno de los hechos políticos más importantes de este país en un momento en que las ideologías se tapan o se disimulan, espero que provisionalmente. Nadie es amigo de sus amigos por casualidad, por azar o por interés, aunque todo ello se una, sino por afinidad.

Goethe escribió como título de uno de sus más importantes libros el de Las afinidades electivas: por algunas razones importantes. Creía él en una especie de vocación o llamada, que estaba «en el lado nocturno de la naturaleza», y que era como un instinto animal de identidades magnéticas que atrae unos hombres determinados hacia otros, como ciertos elementos se atraen entre sí en el mundo de la química. Y en este fenómeno se podría encontrar, decía él, «el principio y el fin de todas las civilizaciones». Se ensalzó esta idea como un pensamiento propio del romanticismo que Goethe ilustró; pero Goethe era un romántico ilustrado, un hombre de las luces, un razonador. Entra no solo en la lógica, sino en la decencia y en la inteligencia, elegir para que presten su colaboración y trabajen de consumo a personas afines, a personas en las que se va a encontrar colaboración, comprensión y entendimiento, o correcciones; o, por lo menos, que van a ser compañeros de viaje y de camino. Es evidente que si las dotes de quien elige son poco recomendables el amiguismo magnético y nocturno y químico goethiano se puede convertir en un desastre nacional. Pero no estamos precisamente en el desastre. O no lo encuentro yo. Sí encuentro que estamos en una de esas civilizaciones, no solo local sino mucho más amplia, donde las amistades sobrepasan la altura del campanario del pueblo y se diseminan por el mundo al que pertenecemos. Si no es la forma o la manera en que yo deseo en que se desarrolle esta civilización, será por mi defecto o porque no ha llegado todavía a reconocer lo que los antiguos, como decía Cervantes, llamaban la Edad Dorada. El mito de la edad de oro no tiene porqué desaparecer, y menos que limitarse a unos cuantos pueblos benditos. Que se cree Fukuyama que la historia termina aquí.

Cuando me comunicaron el premio y conocí quiénes eran los nombres de los miembros del jurado me llené de alegría por saber que todos eran amigos, comenzando con los nombres de quienes dirigen esta casa y que me habían votado por eso, con toda seguridad, entre otros muchos elegibles mejores que yo y con más méritos. La alegría se justifica en que es mejor tener buenos amigos y que sean capaces de demostrarlo, incluso hasta convertirse en sospechosos de afinidades electivas conmigo, que tener un premio, aunque sea este tan valioso, tan importante, y que llega hasta mí después de haber pasado por tantos compañeros mucho más jóvenes y con menos kilos de letra a sus espaldas, lo cual lo hace más valioso: más musculoso y juvenil. Hace poco tiempo recibí un tarjetón del ministro de Asuntos Exteriores, Fernández Ordóñez, de alguno de cuyos actos políticos difería yo desde mi modestia y en mi insensatez y mi nueva audacia de lenguaraz, como por ejemplo la posición en la guerra del Golfo; y en él me decía que consideraba mucho más importante mi amistad que mi aprobación política, lo cual constituyó para mí una doble lección: una, de amistad verdadera y valiosa; la otra, justísima, del escaso valor que podía tener mi opinión política. Mi opinión no tiene ni ha tenido nunca valor político: lo que he tratado de poner en lo que he ido escribiendo es, también, un sentido de afinidad o de identificación personal con clases, personas, razas, instituciones perdidas o ideales derrotados. En muchos valores que han sido vencidos a lo largo del tiempo. No hablo de que he buscado una postura ética o moral para que no se me note tanto la edad, que también podría ser uno de mis méritos. Quizá sea el más ostensible y que ofrezco como pieza de museo a Su Alteza Real, tan ajeno desde su espectacular juventud, como la visión no disecada de uno de los últimos diplodocos del viejo mundo del periodismo escrito.

Pienso ahora de estos amigos del jurado algo parecido a lo que me decía Fernández Ordóñez: que su opinión periodística tiene menos valor con este fallo y esta gratísima acta que su amistad por mí. Lo mismo me ocurre con quienes habéis hablado en mi favor influidos por una mitología de la que no reniego porque me ayuda mucho a ganarme el pan; y a quienes habéis venido a verme y acompañarme en esta desnudez de la pérdida de la invisibilidad. A la que pienso regresar desde este mismo momento. Muchas gracias.

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