Discurso de Álvaro Rodríguez Bereijo en la entrega del XVI Premio de Periodismo «Francisco Cerecedo»

Alteza Real. El filósofo de Derecho Gustav Radbruck escribió, en años sombríos para su patria, que las banderas eran tanto más nobles, tanto más respetables, cuantos más desgarros y heridas mostrasen por los vendavales de la Historia, por el azote del tiempo en que vivimos. Lo mismo cabe decir –si me permiten parafrasear al ilustre jurista socialdemócrata– de lagunas palabras significativas de nuestra vida social y política como democracia, libertad, tolerancia, convivencia política libre, pacífica y plural. Viejas palabras, antiguas, venerables cuyo hondo significado parece hoy desgastado, casi trivializado, por su empleo abusivo e impropio, cuando no por su invocación en vano por quienes están llamados a preservarlas.

«Libertad y Verdad» –escribió Adam Michnik en su admirable y modélico Decálogo para periodistas– son dos palabras de gran valor y contenido sagrado y no pueden ser usadas sin prudencia y sensatez. Cuando se abusa de las palabras sagradas pierden su valor y se convierten en términos vacíos y triviales» o, lo que es peor, se convierten «en un arma de intimidación, en una mordaza o en una porra para los que tienen otras ideas». «Si el servilismo puede ser llamado valentía; el conformismo, sensatez; el fanatismo, lealtad a los principios; y la tolerancia, nihilismo moral, vemos que la palabra se convierte en un medio para falsificar la realidad».

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